Una esclava obediente

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Una esclava obediente



slut





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LA FIESTA DE CRISTAL

Primera parte: El vuelo

El aire del avión olía a cuero nuevo y champán. Nerea apoyó la cabeza en el respaldo de piel blanca y dejó que el ronroneo del motor acariciara sus pensamientos. Tenía los labios resecos, pero no por la altitud. La excitación le provocaba ese cosquilleo constante desde hacía horas. Quizá desde que se había quitado las bragas en el coche que la llevó al aeropuerto.

Le temblaban los dedos. Encendió el móvil, abrió la galería privada y eligió uno de los vídeos más recientes. En la pantalla, su cuerpo giraba sobre sí mismo, rodeado de manos y sombras. Podía escucharse gemir, casi suplicando. Su voz susurrada, ese acento andaluz tan suyo, se volvía aún más dulce cuando jadeaba entre penetraciones.

—Dios... —susurró, llevándose dos dedos a los labios.

Recordó lo que le había dicho Gael la noche anterior:

—Puedes ser lo que quieras... actriz, artista, guionista... Pero si vives en esta casa, si viajas en mis aviones, si te vistes de Dior y comes caviar, follas para la cámara. Y para mí.

Y ella había asentido, con una sonrisa cómplice.

No era sumisión. Era juego. Y adicción.

Se bajó discretamente el pantalón corto de lino y deslizó la mano entre sus muslos. No llevaba ropa interior. Sabía que el piloto miraba por el retrovisor. Le gustaba.

Deslizó los dedos por el vello húmedo y poblado de su pelvis, lento. Se abrió apenas las piernas, dejó que el aire acondicionado le erizara los pezones, y acarició su clítoris con la yema, mientras en el vídeo tres hombres la embestían en distintos ángulos.

Tenía el cuerpo lleno de tatuajes. En los brazos, en la espalda, justo en la parte alta, el círculo que Gael le pidió tatuarse: su “marca”. Una forma de decir al mundo que era de él, aunque la follaran todos.

La mano aceleró su ritmo. Mordió el labio. El piloto giró la cabeza. Ella lo miró a través de las gafas de pasta, y solo dijo:

—No pares de mirar. Tú también estás en mi historia.

El orgasmo le estalló en silencio, húmedo y espeso, como una confesión susurrada. Lo limpió con los dedos y se los chupó, saboreándose.

Costa Rica la esperaba. Y otra fiesta.

Otra noche donde no sería Nerea. Sería deseo.
Perfecto. Aquí tienes la segunda parte del relato: La fiesta en Panamá:


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Segunda parte: Panamá

La finca quedaba a las afueras de Ciudad de Panamá, entre palmeras espesas y caminos de tierra roja. Nerea bajó del todoterreno con las gafas de sol puestas, aunque era de noche. Llevaba un vestido blanco suelto, sin ropa interior. El viento tropical le pegaba el lino contra los pezones, duros como semillas.

La recibieron dos mujeres desnudas, con collares dorados en los pezones y pintura en la piel. Una de ellas le ofreció una copa de cristal. Dentro, licor de flor de maracuyá.

—Bienvenida, Nerea. Esta noche serás la ofrenda —dijo una con voz suave, mientras le acariciaba el tatuaje circular de la espalda.

Gael apareció detrás, con su cámara colgada al cuello. No la besó. Solo le rozó el culo con la palma abierta, y murmuró:

—Recuerda: no eres mía si no te miran todos.

Ella tragó el licor de un trago.

El salón tenía luz baja, música de cuerdas y vapor en el aire. Había cuerpos ya desnudos en el suelo, entre cojines y alfombras. Hombres con máscara veneciana y mujeres atadas a sillas. Un tipo negro, alto y musculoso, la miró desde la barra. Otro, de piel clara y ojos verdes, se acercó directamente a ella.

—¿Eres la española? —le preguntó. Nerea solo sonrió.

La llevaron a un diván cubierto de terciopelo azul. Un asistente le desabrochó el vestido por detrás. Ella levantó los brazos y dejó que se deslizara por su cuerpo como una piel vieja. Se quedó completamente desnuda, con sus tatuajes a la vista, su vello rizado enmarcando la pelvis como un jardín salvaje.

Se tumbó. Las luces enfocaron solo su figura. Una cámara colgaba desde el techo, girando lentamente.

El hombre negro se arrodilló entre sus piernas y comenzó a lamerla con precisión quirúrgica. Lengua lenta, círculos húmedos sobre el clítoris. Nerea cerró los ojos. Gael grababa desde su izquierda, sin decir una palabra.

El otro hombre la penetró por la boca, sujetándole las gafas de pasta con una mano para que no se le cayeran. Ella gemía ahogada, babeando, tragando.

Otro más se unió, acariciándole los pechos, chupando sus pezones hasta que estuvieron rojos como cerezas. El ritmo se volvió animal, sin pausa. Estaba siendo llenada por dos hombres y uno más se frotaba contra su espalda, esperando turno.

Ella no pidió parar.

El primero eyaculó en su garganta y ella tragó con la costumbre de quien ya no necesita pensarlo. El segundo se corrió en su vello púbico, extendiéndolo como una firma. Gael se acercó y le limpió el rostro con una servilleta de lino. Luego le besó la frente.

—Te estás convirtiendo en arte —dijo.

Y ella creyó que sí. Que ese caos, esa entrega, esa lengua aún dentro, era algo parecido a la belleza.
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Tercera parte: La adicción

Nerea volvió a Madrid con marcas en las caderas y el recuerdo todavía húmedo entre las piernas. Caminaba por el barrio de Malasaña como si flotara, con esa sonrisa ladina que solo las perras satisfechas saben llevar en la cara.

Sus amigas la invitaron a un brunch. Ella llegó tarde, con gafas oscuras y una camiseta vieja de The Doors. Fingió que estaba resacosa por la fiesta de un director de fotografía, pero en realidad llevaba dos días sin dormir. No por drogas. Por excitación.

—Tía, ¿cómo haces para estar siempre viajando? ¿Quién es ese Gael del que nunca hablas? —le preguntaron entre zumos de mango y tostadas de aguacate.

Ella rió. Se encendió un cigarro, cruzó las piernas con la calma de quien guarda un secreto peligroso, y dijo:

—Trabajo en proyectos... audiovisuales muy íntimos.

Todas rieron. Nadie entendió. Y mejor así.

Al llegar a casa, se encerró en la habitación donde Gael editaba sus vídeos. Se quitó la ropa, dejó las bragas sobre el pomo y se tumbó en el suelo, como una gata. Puso uno de los vídeos de Panamá. Aparecía ella, con los ojos llorosos y la boca abierta, recibiendo a un cuarto hombre por detrás mientras el segundo la obligaba a comérsela.

Se masturbó con rabia. Dos dedos primero, luego tres. Se metió la mano entera cuando escuchó su propio gemido distorsionado en los altavoces. No era dolor. Era necesidad. Era hambre.

Cada vez necesitaba más: más hombres, más fuerza, más humillación. Su cuerpo ya no se estremecía con el porno clásico. Lo suyo era otra cosa. Ver cómo la usaban, cómo la ensuciaban. Cómo su novio la miraba, impasible, mientras otro le llamaba “puta española” y le escupía el pecho.

Se corrió fuerte. Varios espasmos. Le quedó el vello púbico mojado y la espalda enrojecida por el roce con el suelo.

Después, se duchó, se puso perfume y subió otra foto a Instagram.

Playa. Cuerpo en bikini. Sonrisa perfecta.

“Una más en el paraíso. Besitos.”

Los likes subieron como espuma. Las amigas envidiaban su vida. Y ella se tocaba bajo el agua sabiendo que ninguna sabría jamás lo que era realmente ser deseada por todos… mientras solo uno te poseía por completo sin tocarte.


Cuarta parte: París

El hotel estaba oculto tras una librería de Montmartre. Una contraseña, un ascensor privado, un pasillo enmoquetado y finalmente, la habitación roja.

Nerea entró sola. Gael ya estaba dentro, sentado en una butaca de cuero negro con una copa en la mano y la cámara encendida. A su lado, un hombre de traje de terciopelo rojo y guantes blancos le hizo una seña.

—Te estábamos esperando.

Ella asintió sin hablar. Llevaba un vestido negro ajustado, sin sujetador. Debajo, solo la piel perfumada con aceite de jazmín.

La desnudaron con lentitud. Le quitaron las gafas con delicadeza, y las dejaron junto a unas cuerdas de seda y una mordaza de cuero. Cuando le retiraron el vestido, Gael la fotografió de espaldas, enfocando el tatuaje circular en su espalda como si fuera un símbolo sagrado.

—Colócala —ordenó el del traje rojo.

Nerea fue atada de pies y manos en una cruz de madera. Brazos extendidos, piernas abiertas, la espalda ligeramente arqueada. Un hombre se arrodilló detrás y comenzó a besarle la raja del culo con devoción. Otro, frente a ella, le puso la mordaza.

Le dieron azotes medidos, calculados, con una fusta suave. Cada uno le arrancaba un quejido que Gael grababa como si fuesen música. Los pezones estaban erectos, rojos. Le colocaron anillos pequeños de metal frío que le oprimían el pecho. Un vibrador la penetró mientras una mujer, vestida como enfermera antigua, le lamía los pies y le susurraba frases sucias en francés.

Después vino el turno de los hombres. Tres. Primero uno la folló por detrás mientras el vibrador seguía dentro de su coño. Luego otro le sujetó la cara y se la metió tan hondo que Nerea sintió que se desmayaba. El tercero la usó por la boca y terminó corriéndose sobre sus gafas, que alguien le había vuelto a poner.

Gemía. Se retorcía. Pedía más con la mirada. La mordaza le impedía hablar, pero sus ojos hablaban por ella: hacedme vuestra.

Gael no intervino en ningún momento. Grababa. Solo eso. A veces cambiaba el objetivo. A veces bajaba la cámara y sonreía.

Cuando la desataron, Nerea se quedó de rodillas. Tenía las piernas temblorosas, la cara llena de semen y los pechos marcados por los anillos. La enfermera le dio un beso en la frente.

—Vous êtes divine.

Ella solo dijo una palabra, con la voz ronca y rota:

—Gracias.

Y se desmayó.

Despertó más tarde en la bañera del hotel. Agua caliente, pétalos de rosa, Gael acariciándole el cabello mientras le limpiaba la entrepierna con una esponja suave. Le besó la nariz y le susurró:

—Esta vez has llegado más lejos que nunca.

Nerea cerró los ojos. Sonrió.

Y pensó: aún puedo más.

Quinta parte: El actor
Fue en una fiesta en Ibiza, durante una premier de cine. Nerea llevaba un vestido transparente con estrellas bordadas y unas bragas mínimas que apenas cubrían su vello. Sabía que llamaba la atención. Lo buscaba.
En la terraza del hotel, bajo las luces violetas y la música profunda, un hombre la miraba fijamente desde la barra. Alto, piel dorada, mandíbula marcada. Era un actor internacional, de los que llenaban las salas con solo aparecer en pantalla.
Se acercó sin pedir permiso.
—Te he visto antes —le dijo, medio sonriente—. En un vídeo. Lo tenías todo en la boca.
Ella se mordió el labio.
—Quizá era yo... o una actriz que me imita muy bien.
—¿Y si te invito a mi barco? Solo tú y yo.
Ella miró al otro lado de la terraza. Gael estaba ahí, bebiendo en silencio, con su cámara al cuello. Asintió sin levantar la copa.
—Entonces sí —respondió ella, y se dejó llevar.

El yate era una casa flotante de lujo. Tenía mármol en las escaleras y una suite más grande que su piso en Madrid. En cuanto se cerró la puerta, el actor la empujó contra la pared.
Le rompió las bragas con una mano, sin dejar de besarle el cuello. La levantó del suelo y la penetró de pie, con una fuerza que la hizo gemir al instante. La follaba con rabia, como si quisiera marcarla. Ella le clavaba las uñas en la espalda, se aferraba a su cuerpo y lo mordía en el hombro.
Después la puso boca abajo sobre el mármol de la ducha y le abrió el culo con la mano. Lo metió sin avisar, y ella gritó, pero no de dolor.
—Así me gusta —jadeó él—. Perras auténticas.
Gael miraba desde una pantalla en la sala del yate, recibiendo la señal de una microcámara que ella llevaba pegada entre los pechos. Se tocaba con calma mientras observaba cada gesto, cada estremecimiento.
Volvieron a la cama. Él la tumbó boca arriba y se corrió sobre su cara, llenándole las gafas. Nerea sacó la lengua y tragó todo lo que pudo. Luego, aún jadeando, le dijo:
—Quiero que todos tus fans vean esto. Quiero ser tu escándalo.
El actor rió. Le dio una bofetada suave en la cara.
—Eres la puta más dulce que he conocido.
Y ella respondió:
—Lo sé. Pero no soy tuya. Soy de su cámara.

Esa noche, Gael no le dijo nada al volver. Solo se la folló en silencio, muy lento, como si acariciara algo sagrado. Mientras lo hacía, le ponía los vídeos de ella con el actor, en loop.
Y ella lloraba de placer.



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