Placer en la terraza

El aire acondicionado no conseguía aliviar el calor que sentía y el vestido se adhería a su espalda húmeda. El vestido tenía un tajo que llegaba hasta su cadera y cada paso que hacía revelaba las curvas de sus piernas. No llevaba nada bajo el vestido, la excitaba sentir el roce de la tela.
Caminó hacia el living, donde él la esperaba sentado en el sofá, jugueteando con la argolla de acero. Vale sintió la humedad entre sus piernas al ver cómo la cadena de la argolla brillaba entre sus dedos.
—Ponete esto —ordenó, haciendo sonar el metal con un gesto seco.
Vale se acercó, conteniendo la respiración cuando las manos callosas le rodearon el cuello. El frío del acero contra su piel la hizo estremecer.
—¿Dónde está la cámara? —preguntó, notando su ausencia.
—Hoy no filmamos. Hoy solo te voy a usar—le dijo sonriendo.
La agarró firmemente de la muñeca y la llevó hacia la terraza. Ya estaba oscureciendo y las primeras luces del vecindario se encendían como ojos curiosos.
—Aquí todos podrán verte —murmuró él, mordiendo su oreja mientras sus manos subían por sus muslos.
— ¿Te gustaría? ¿Que los vecinos vieran cómo la perfecta señora Vale se convierte en puta?
Vale se agarró de la baranda de metal y gimió cuando las manos ásperas de él levantaron su vestido, mostrando su concha sin depilar. Vale sintió cómo el aire fresco de la noche contrastaba con el calor de su piel.
—¡Respóndeme! —exigió, presionando fuerte el cuellode Vale hasta hacerla toser.
—¡Sí! —jadeó Vale, arqueándose—. ¡Quiero que me vean!
La dominaba con facilidad, con una mano enredada en su pelo, tirando con justa crudeza, mientras con la otra apretaba su cuello sólo para recordarle quién mandaba. No hubo preparación, ni clemencia. Con un solo movimiento introdujo la cabeza de su pija en el culo de Vale, arrancándole un grito ahogado.Ese dolor agudo rápidamente se transformó en esa mezcla deliciosa de dolor y placer a la que se había vuelto adicta. Se agarró con más fuerza a la baranda, resistiendo cada embestida mientras él comenzaba a introducir el resto de su pija. El frío del metal contrastaba con el calor de la pija que le abría el ano.
"Mirá a los vecinos", le ordenó entre dientes mientras aumentaba el ritmo.
Los sonidos eran obscenos: el choque de sus cuerpos, los gemidos entrecortados de Vale, el leve tintineo de la argolla al tensarse contra su cuello con cada movimiento. Él sabía exactamente cómo inclinarse, cómo ajustar el ángulo para que cada embestida profunda la hiciera ver estrellas, para que el placer se enredara con el ardor hasta que ya no pudiera distinguirlos.
Cuando sintió que Vale estaba al borde del orgasmo redujo el ritmo, dejándola jadeante y maldiciendo entre dientes.
—Mirá cómo cualquiera podría verte siendo una puta.
Vale entreabrió los ojos, viendo las ventanas iluminadas frente a ellos, imaginando ojos ocultos tras las cortinas observando cómo su cuerpo se estremecía con cada embestida y se excitó mucho más.
—Así me gusta, le dijo agarrando con más fuerza sus caderas.
—Tu cuerpo sabe lo que quiere aunque finjas lo contrario.
Sus manos apretaron sus nalgas mientras la penetración se volvía más salvaje y descontrolada, hasta que finalmente un último empujón profundo la hizo alcanzar el orgasmo que le había negado anteriormente, mientras él eyaculaba dentro de su culo en oleadas calientes que parecían no terminar nunca.
Él no se detuvo, siguió moviéndose dentro de ella mientras las contracciones la sacudían, prolongando el éxtasis hasta el borde del dolor. Solo cuando sus piernas ya no la sostuvieron, se apartó, dejándola jadeando contra la baranda. La argolla ardía alrededor de su cuello, dejando una marca en su piel. Vale lo tocó con dedos temblorosos, sabiendo que mañana necesitaría un pañuelo para ocultarlo.
—Volvé el domingo —ordenó él, ajustándose el cinturón con gesto indiferente.
Vale recogió su vestido del suelo, sintiendo cómo la brisa nocturna le erizaba la piel sensible. Al pasar frente al espejo del recibidor, vio su reflejo: pelo revuelto, labios hinchados, la marca del metal en su cuello. Con movimientos lentos, se acomodó el escote para dejar la argolla al descubierto unos segundos más.
Mañana lo cubriría, sí.
Pero esa noche, bajo el agua caliente de la ducha, dejó que una sonrisa culpable se dibujara en sus labios mientras imaginaba las miradas de los vecinos, preguntándose si alguno la había visto.
El próximo domingo tampoco iría de compras.
Y la argolla, siempre la argolla, seguiría recordándole que algunas esposas eligen sus propias cadenas.

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