Todos se cogen a mi mujer, Parte 2

7

Mi alumno se animó a tocarme

Como todos saben, soy profesora particular de Matemáticas. Por distintos motivos, nunca di clases en escuelas, salvo algunas cortas suplencias. La docencia no es algo que me apasione, sólo hice el profesorado de matemáticas, porque mis padres, cuando yo contaba con diecinueve años, se pusieron muy insistentes con el tema de que debía hacer algo productivo con mi vida. Elegí esta profesión porque no me iba mal en matemáticas, y era una carrera más corta que una universitaria. Sin embargo, nunca tuve grandes habilidades pedagógicas, ni tampoco sentía una gran atracción por los niños pequeños.

Desde que me casé con Andrés, a los veinticuatro años, él se ocupó de satisfacer todas mis necesidades. Si bien sólo es un empleado de nivel intermedio, siempre se las arregló para que no me faltara nada. El hecho de que sus padres nos regalaran una casa, también contribuyó a que pudiésemos llevar una austera, pero cómoda vida de jóvenes de clase media.

Sin embargo, mi marido es bastante tacaño a la hora de comprarme cosas. No entiende que las mujeres, a diferencia de los hombres, no nos arreglamos con cuatro o cinco mudas de ropa. No puedo llevar la misma ropa cada vez que me encuentro con las chicas. Y, sobre todo, me gusta mucho la lencería íntima. Andrés no sabe apreciarlo. Para él todas mis tangas son iguales, y no le atrae en lo más mínimo los disfraces, o las transparencias.

Tengo que reconocer que mi necesidad de tener ingresos propios surgió hace tres años, fecha que coincide con la primera vez que engañé a Andrés. ¡Cuántos recuerdos! Y pensar que aquella vez me sentí tan sucia, tan culpable. Si mi yo de ese entonces supiera todas las cosas que haría en el futuro, enloquecería.

Perdón, ya estoy imaginando las voces de algunos lectores quejándose porque me estoy yendo por las ramas. La cuestión es que hace algunos años, decidí dar clases particulares de matemáticas. Cerca de casa hay una universidad, así que pegué volantes en algunas de las paradas de colectivo. Pronto me empezaron a llamar chicos y chicas ansiosos por aprobar el curso de ingreso de la universidad.

Supongo que, en mi inconsciente, el hecho de haber elegido dar clases a chicos ya creciditos, fue con doble intención. Desde mis primeros momentos de profesora, me encontré con muchachos atractivos. Muy pocos eran los que no me miraban con interés, y alguno que otro se animó a invitarme a salir. Pero como saben, en mis primeros años de mujer infiel, tenía muchos temores y limitaciones, y por otra parte, esos chicos inexpertos tampoco supieron usar las palabras adecuadas para seducirme.

Pero en febrero, en medio del calor bochornoso del verano, un chico bello y atolondrado se presentó en mi casa.

Normalmente trato de vestirme lo más seriamente posible cuando recibo a mis alumnos. Pero este verano se rompió el aire acondicionado de la planta baja, y Andrés, como siempre, tardó mucho en hacerlo arreglar. Mi nuevo alumno se llamaba Benito, y su aspecto era tan tierno como su nombre. Delgado, petiso, incluso más que yo, de saltones ojos celestes, pelo rubio, peinado con un jopo, y mejillas eternamente rojas, como si viviera avergonzado. Sus ojos se abrieron como platos cuando vieron a su profesora particular. creo que ese día me había puesto mi vestido floreado. Es bastante suelto, su escote no es muy grande, y casi me llega a la rodilla. Pero de todas formas llamó mucho su atención. En realidad, casi todo lo que uso parece ser muy seductor para los hombres. Algo en mis genes, en mi fisionomía, hacen que, use lo que use, parezca atractiva. Mi cola se mantiene parada sin necesidad de mucho ejercicio; mis piernas son muy largas, mis caderas curvas, mis pechos, pequeños, pero bien paraditos. Soy una privilegiada y uso ese privilegio a mi favor.

– Hola, soy Benito, yo llamé ayer por teléfono. – Me dijo el chico, al otro lado de la reja.

Abrí el portón. Lo saludé con un beso. Fuimos a sentarnos a la mesa de la cocina, y ahí fue la primera clase, llena de miradas curiosas y sonrisas nerviosas.

Benito era el típico nene de mamá de clase acomodada. Había ido a una escuela privada, pero sus conocimientos en matemáticas eran escasos. Me sorprendió que haya podido pasar el secundario. Pero, de todas formas, sus ganas de empezar una carrera hacían que toda la vagancia a la que estaba acostumbrado fuera reemplazada por un inusitado entusiasmo por los números. Había comenzado el curso de ingreso en la universidad esa misma semana, y traía los ejercicios que le mandaban de tarea.

Esa era la dinámica de nuestros encuentros. Él venía con los ejercicios, y los hacía frente a mí. Yo se los corregía, y sin resolverlos por él, le indicaba en qué cosas se equivocaba. También repasábamos conceptos elementales que no tenía frescos.

Durante el mes que duró el curso de ingreso, Benito venía dos o tres veces a casa. Al principio se comportaba muy tímidamente. Respondía con monosílabos, y me miraba de reojo cada vez que me levantaba para servirle un vaso de agua, o para buscar cualquier otra cosa. A mi me daba mucha ternura su timidez exacerbada. Después de la tercera clase, cuando ya lo sentía con un poco mas de confianza, me tomaba unos minutos para preguntarle cosas ajenas a las matemáticas. Se puso como un tomate cuando le pregunté si tenía novia. imagínense si le preguntaba si era virgen.

Si bien venía hasta mi casa sólo, siempre pasaba a buscarlo su papá, que, dicho sea de paso, también me tenía mucha hambre. Todas estas cosas me daban mucha dulzura, y como todo en mi vida, este sutil cariño que empecé a sentir por él se degeneró hacia el lado sexual.

Empezó a obsesionarme la idea de si era virgen o no. Como ya saben, en mis encuentros sexuales no sólo pienso en mis fantasías personales. También me gusta cumplir los deseos de los hombres que me poseen. No hay nada que me resulte más placentero que ver el comportamiento de mis compañeros sexuales cuando hago en detalle, lo que ellos me ordenan. Estaba segura de que a Benito le volaría la cabeza debutar con su profesora de matemáticas. Sería una anécdota para contarle a sus nietos.

Empecé a seducirlo sutilmente. En general lo esperaba con mis vestidos, sobrios pero bonitos, o con una pollera y una blusa. Cuando entraba en casa, y caminábamos hasta la cocina, Benito siempre iba detrás de mí. Aproveché esa situación para jugar con él. Cambiaba bruscamente el ritmo de mis pasos, cosa que hacía que Benito, involuntariamente, chocara con mi cuerpo, haciendo contacto su pelvis con mis nalgas. Él se disculpaba, sonrojado. Y tomaba mayor distancia. Esto sucedió cuatro o cinco veces, y quizá el chico había entendido la indirecta, porque en una ocasión en que, de repente, disminuí la velocidad de mis pasos, me encontré con la cara externa de su mano, que rozó mis glúteos por unos instantes.

También tomé la costumbre de caminar de acá para allá, mientras él resolvía los ejercicios. Dejaba una estela de perfume a su alrededor. Y Benito, cada dos por tres, levantaba la vista del cuaderno, para mirarme arriba abajo. Nuestras miradas se cruzaban cada tanto. Él se ponía rojo y hundía la cara en elcuaderno. Pero como nunca lo reprendí por distraerse con mi figura, a medida que pasaban las semanas, me miraba con mayor obviedad, y hasta se animaba a sostenerme la mirada cuando yo “descubría” que me estaba observando.

Sin embargo, el tiempo pasaba, y no se había animado a hacer ni decir nada. Pero no lo culpaba. Apenas tenía dieciocho años y su inexperiencia era evidente.

El curso de ingreso llegó a su fin. Faltaba sólo una semana para que rinda el examen de, y yo estaba casi convencida de que no pasaría nada con él.

En las otras materias iba bien, pero en matemáticas, si bien había avanzado mucho, no estaba del todo seguro de si había alcanzado el nivel requerido. Los exámenes de ingreso eran muy difíciles, repetía siempre que podía.

Llegó la última clase particular con aquel muchachito tímido y encantador. Me pareció injusto privarlo de una experiencia sexual única, sólo por que él no se había animado a avanzar sobre su profesora. Pensé seriamente en ser más directa, en proponerle hacer algo ese mismo día. Pensé en simplemente desnudarme frente a él, a ver si era capaz de soltarse y dejar de reprimir sus instintos. Pero era tan inocente, que probablemente, por más que me deseara mucho, si se enfrentaba a una situación tan directa, no sabría cómo actuar.

Preferí seguir con mis insinuaciones sutiles. Quedaría en sus manos hacer algo o no.

Ese día me puse una pollera negra, larga, con lunares blancos, y una blusa blanca. Me recogí el pelo y me maquillé.

– Estás muy distinta con el pelo recogido. – Me dijo Benito, cuando se acomodaba en el asiento.

– ¿Peor o mejor que cuando tengo el pelo suelto?

– De las dos maneras te queda muy bien. – Me dijo. Eso era lo más cercano a un piropo que iba a obtener de él.

– Gracias, que caballero. – le dije, en un tono sensual. – ¿Estás nervioso por el examen?

– Mucho. Es mañana. Por eso quería repasar los temas más difíciles con vos.

– Los nervios te juegan en contra. Tenés que tratar de calmarte. Respirá hondo. Acordarte de no obsesionarte con los ejercicios que no te salen. Seguí con otros, y vas a ver que cuando vuelvas a esos que no podías resolver, te van a salir.

– Sí, gracias.

– Bueno, ¿Qué te parece si hacemos un ejercicio de cada tema?

– Dale.

Elegimos los seis ejercicios mas difíciles de la guía que le habían dado en la universidad. Puse música, cosa que no había hecho hasta ese día. Mientras hacía los ejercicios me paré, apoyándome sobre el lavabo. Miraba sus labios finos moverse, susurrando algo cada vez que hacía cuentas mentales. Benito me miraba y sonreía.

En un momento me hizo una pregunta sobre un ejercicio. Yo me puse a su lado y me incliné para ver lo que había hecho. Mi cadera rozó su codo. Me quedé unos segundos sin interrumpir ese contacto físico. Benito me miraba. Yo sentía su respiración en mi cuello.

– Está perfecto. – le dije.

– Gracias. – le dije.

Lo noté confundido. Me preguntaba si era por los ejercicios o por la innecesaria cercanía física de hace un momento.

– ¿Podés venir de nuevo? – me preguntó, sonrosado. – No me acuerdo de eso de la condición de positividad y de negatividad.

– No creo que lo tomen. Pero igual es fácil. – le dije.

Me puse a explicarle. Esta vez me coloqué un poco más adelante. Me incliné. Su brazo quedó unos milímetros detrás de mi cola. Él movió apenas el codo, y yo sentí cómo ese hueso duro recorría mi glúteo y se volvía a alejar. Repitió el movimiento tres veces. Yo hacía de cuenta que no lo notaba. El contacto era muy sutil, apenas un roce.

– ¿Entendés? – le dije, irguiéndome.

– Sí, gracias.

Lo notaba algo turbado. Seguramente se preguntaba si yo me había dado cuanta de que me había tocado intencionalmente. Pensé que iba a repetir la inocente estratagema en cada uno de los ejercicios, pero creo que se acobardó.

– Terminé. – Me dijo, cuando faltaban sólo diez minutos para que su papá lo pase a buscar.

Podría haber agarrado el cuaderno, acomodarme en mi silla, y corregir los cuatro ejercicios restantes tranquilamente. Pero decidí darle una última oportunidad. Me puse a su lado. Me incliné. Sentí su mirada clavada en mí, su respiración era cada vez más agitada.

– Este está muy bien. – le dije. Y cuando me di vuelta a mirarlo, descubrí su mirada deleitándose con mi culo.

– ¿Y los otros? – dijo, haciéndose el tonto.

– En eso estoy, no seas ansioso. – lo reprendí con una sonrisa.

Empecé a sentir, otra vez, el codo moviéndose arriba abajo sobre mis nalgas, en intervalos cada vez más largos, y menos espaciados. Me preguntaba si se iba a animar a levantarme la pollera. De momento, sí se animó a aumentar la intensidad de los movimientos. Ya no eran simples roces. El codo se frotaba con fruición, y se hundía mi piel.

– Están todos muy bien. – le dije, sin cambiar mi postura. – seguro te va a ir perfecto.

Lo miré, y me quedé ahí, inclinada, sin decir nada más. Benito, esta vez, extendió su mano, y deslizó la yema de los dedos, lentamente, en mis nalgas. Dibujó la redondez de mis glúteos uno y otra vez. Su sexo estaba hinchado. Se mordía los labios, y me miraba y reía, estupidizado, mientras me magreaba una y otra vez.

Entonces sonó la bocina del auto.

– Tu papá vino a buscarte. – le dije.

Él abrió los ojos desmesuradamente. Miró la hora con incredulidad. Su mano seguía en mi culo.

– Te tenés que ir. – le dije.

– Sí. – contestó, y alejó su mano lentamente.

Guardó sus cosas. Lo acompañé a la salida. Cuando llegamos a la puerta. Me abrazó e intentó besarme. Yo, cruelmente, lo esquivé.

– Acomodate eso. – Le dije, señalando el bulto que se había formado en su pantalón. Él se lo acamodó, y estiró su remera hacia abajo. Su excitación quedó casi oculta. – Y cambiá esa carita. – le sugerí, ya que su rostro revelaba que algo había sucedido.

Abrí la puerta. El papá de Benito estaba en la vereda.

– ¿Y? ¿Está listo? – preguntó.

– Seguro le va a ir bien. – dije. – pero le propuse que pase por acá mañana antes de ir a la universidad. – Benito me miró extrañado, pero enseguida se repuso.

– Si, mañana a las cuatro, ¿no? – dijo.

– Sí. – y luego dirigiéndome a su padre agregué. – No se preocupe, sólo vamos a repasar dos cositas simples que probablemente no entren en el exámen, pero que es mejor que las sepa. Es culpa mía por no haberme dado cuenta antes, así que no le voy a cobrar. Además, voy a aprovechar para enseñarle algunos ejercicios de relajación que aprendí en yoga. Le van a venir bien.

– Por supuesto que te voy a pagar la clase, y mil gracias por ser tan considerada con mi pibe.

El día en que Benito debía rendir el exámen de ingreso, hacía treinta y tres grados. El aire acondicionado seguía roto. Me puse mi vestido floreado. Me recogí el pelo, recordado que al chico le había gustado cómo me quedaba. A las cuatro en punto sonó el timbre.

Mi alumno vestía una remera roja, bermuda negra, y sandalias. Me gustó que se haya vestido de manera casual. Apenas cerramos la puerta a nuestras espaldas, me abrazó y me dio un beso apasionado, mientras me acariciaba el culo, esta vez con desesperación.

– Vení, vamos. Mi marido llega en una hora. – le dije.

– ¿En serio?

Me dio gracia su cara de asustado. Pero de todas formas me siguió, escaleras arriba.

– Sos muy nervioso. No quiero que desapruebes el exámen por eso. Como tu profesora, no lo toleraría. – le dije, bromeando.

Entramos a la habitación.

– ¿Acá dormís con tu esposo? – Preguntó, mirando con cierto pavor la cama.

– Sí. – le contesté. Rodeé su cuello con mis manos y le di un tierno beso en los labios. – ¿Sabés qué es lo mejor para los nervios y el estrés?

– ¿Qué?

Me quité el vestido. No llevaba nada debajo. Benito me miró fascinado. Me subí a la cama, le di la espalda y me puse en cuatro patas.

– Coger. Eso es lo mejor. Cogeme y seguro aprobás el exámen.

Benito se desnudó en un santiamén.

– Soy Virgen. – Confesó.

– Ya lo sabía. ¿Trajiste preservativos? – me miró avergonzado. – No importa, yo tengo. Andrés no se va a dar cuenta de que falta uno. – Agarré uno de la mesa de luz. Ayudé a que se lo ponga, y me puse en cuatros otra vez. – ¿Así te gusta? – pregunté.

– Sí. – contestó.

Comenzó a besarme las nalgas. No me lamió el ano. Quizá eso era demasiado para un chico virgen. Tenía el pene chico, pero no me importó. Me penetró, retiró su sexo, y cuando intentó introducirlo de nuevo, erró el blanco. Esto sucedió varias veces. Cuando pudo meterla, con mi ayuda, empezó a hacer movimientos más cortos y rápidos. Se vino enseguida.

– No te preocupes, es normal acabar rápido la primera vez. – le dije, al ver su rostro decepcionado de sí mismo.

Dejé que jugara con mi cuerpo un rato. Era como un niño con juguete nuevo, explorado cada parte de mi cuerpo, introduciendo sus dedos en cada hendidura, lamiéndome en todas las partes prohibidas. Le hice notar cómo se endurecía mi pezón cuando lo estimulaba; probó el sabor de mi sexo empapado de fluidos, y abrí mis nalgas frente a su cara, para que por fin me diera un delicioso beso negro. Me senté a su lado, y lo masturbé, viendo cómo cambiaba su gesticulación cuando se aproximaba el orgasmo.

– Acabame en la cara. – ofrecí, sabiendo que él no se animaría a pedirlo.

Me puse frente a él. Cerré los ojos, y abrí la boca, moviendo la lengua arriba abajo. Enseguida sentí el sabor viscozo de su semen.

– Limpiate y vestite. En diez minutos llega mi marido. – le dije, después de escupir el semen en el inodoro. – yo me doy una ducha rápida y ya vengo.

Me metí en la ducha, y me bañé, sin mojar mi pelo. Me puse ropa interior y luego el vestido. Bajamos. Me dio un beso, que se extendió hasta que escuchamos la puerta abrirse.

– Te presento a Benito. – le dije a mi marido Andrés. – Es un excelente alumno, hoy rinde el exámen de ingreso.

– Un gusto Benito, y mucha suerte. – lo saludó Andrés.

Afuera acababa de llegar su padre.

– Que contento está mi hijo, cualquiera pensaría que ya aprobó el exámen. – bromeó el hombre cuando vio la sonrisa tonta de Benito.

– Seguro lo va a aprobar. – dije, y me despedí de ambos.

Por supuesto, Benito Aprobó el exámen y entró a la universidad. Después de ese día me escribió muchas veces. Yo le invento excusas, porque creo que si lo sigo viendo se va a terminar enamorando de mí, y eso no me interesa. Pero quien sabe, si sigue insistiendo, tal vez…

Fin.

8

Ya eran las dos de la madrugada. Mi verga, flácida, todavía largaba hilos se semen. El relato sobre el alumno era más largo que los anteriores, y lo leí detenidamente, mientras imaginaba cada escena.

No conocí a muchos alumnos de Valeria, porque las clases eran mientras yo trabajaba. Pero recordaba a Benito, porque me lo había cruzado ese día en el que mi esposa le había dado la supuesta clase en un horario inusual. Recuerdo cuando ella me lo presentó. Me dio buena impresión. Un chico joven, humilde, que se esforzaba por comenzar una carrera. Me dio gracia que su padre lo haya ido a buscar, ya que se trataba de un muchacho bastante grande.

Nunca me hubiese imaginado que, diez minutos antes, terminaba de coger con mi esposa, en mi propia cama.

No podía reclamarle nada al chico. Cualquiera que se encontrara con una mujer tan bella como Valeria, una profesora lujuriosa dispuesta a entregarse a su alumno, no haría otra cosa más que cogerla. Yo mismo, si me encontrara en una situación similar, caería ante mis impulsos sexuales.

¡Qué solidaria mi Valeria! Dispuesta a calmar los nervios de un adolescente virginal, usando su sexualidad como medio.

Recuerdo que en una ocasión le pregunté a mi mujer si sabía cómo le había ido a su alumno.

– Entró a la universidad, y ahora le está yendo muy bien en la carrera. – contestó.

No reparé en el detalle de que todavía estaba en contacto con el chico. ¡Pero qué le hacia una mancha más al tigre! Eran tantos los detalles en los que no había reparado. A medida que iba leyendo los relatos de Ninfa123, me daba cuenta de que mi responsabilidad en el deterioro de nuestra relación era más grande de lo que creía. ¿Por qué tenía que ser tan predecible? Debí romper, de vez en cuando, la rutina. Debí llegar temprano a casa, alguna que otra vez. No podía ser que Valeria se atreviera a engañarme unos minutos antes de que llegara. Sólo la seguridad de tener un marido torpe y confiado le permitía darse el lujo de caminar en la cuerda floja.

Este sentimiento de culpa, que opacaba mi rencor hacia mi esposa, se sumaba con la inquietante novedad de que me excitaba leer los relatos de Valeria. Me excitaba saber en detalle cómo se cogían a mi mujer.

Pero traté de excusarme. Después de todo, no estaba en condiciones psíquicas normales. Me encontraba alienado. Tantos descubrimientos, uno más sorprendente que otro, no me permitían reaccionar con total lucidez.

Quizá debía descansar unas horas. Al otro día, mas lúcido, podría tomar decisiones más acertadas.

Sin embargo, ahí estaba ese otro relato. El que más me atraía. “Sometida por el enemigo de mi esposo”.

Tres meses atrás tuvimos un problema con un vecino que vive a tres cuadras de casa. Se llama Mario. Es un hombre de unos cincuenta años, gordo, enorme. Una bestia de cabeza calva y torso peludo.

Era domingo y habíamos ido con Valeria a comprar al supermercado. Volvíamos con las compras, caminando tranquilos. Mario iba por la misma vereda, en dirección opuesta. Estaba paseando a su perro. Creo que era una cruza de pitbull con alguna otra raza. El animal era negro, delgado, pero fornido. Muy grande, y llevaba bozal. Mario pasó al lado nuestro. El perro gruñó y se nos fue al humo. El vecino tardó, quizás a propósito, en controlar a su animal. El perro se me tiró encima y raspó mis brazos con las uñas. Si no hubiese tenido el bozal, me habría herido gravemente. Algunas bolsas cayeron al piso.

– ¿Por qué no tenés más cuidado con ese animal? – le recriminé, enojado.

– ¿Qué? – dijo el gordo mastodóntico, indignado. – si apenas te tocó, maricón.

Me encaré a él, enojado.

– Basta Andrés. Vamos a casa. – Me dijo Valeria, agarrándome del hombro.

– ¿No ves que me rasguñó?, imbécil. – le contesté a él, sin hacer caso a mi mujer, mostrándole la sangre que manaba de mi pequeña herida.

Apenas terminé de hablar, un puño se estrelló en mi cara. Caí al piso. Quedé aturdido, las cosas daban vueltas a mi alrededor. Mi boca sabía a sangre. El perro se tiró encima de mí nuevamente.

– ¡Basta! Por favor, dejalo. – gritó Valeria.

Mario tiró de la cadena y el perro quedó gruñéndome a unos centímetros. Todavía en el piso, vi la expresión de lástima con que me miraba Valeria.

– Agradecé a tu mujer, sino, te cagaría a palos. – dijo con desprecio, y después, dirigiéndose a Valeria, mientras yo me reincorporaba, agregó. – discúlpame linda, pero a los salames no los banco.

Hasta ese momento, nunca había sufrido una humillación como esa (la humillación de los relatos vendría después). En casa, Valeria se mostró indignada con el tipo. Repitió varias veces que no podía creer que un violento como él fuera nuestro vecino. Sugirió que hagamos la denuncia policial, pero yo le contesté que de nada serviría. Ni siquiera lo meterían preso por algo como eso.

En los días siguientes me crucé varias veces con Mario. Me miraba con ojos asesinos, y yo no le podía sostener la mirada.

No había dudas, Mario era el protagonista de la serie de relatos que mi mujer había titulado “sometida por el enemigo de mi esposo”. Nombre morboso si los hay. Otra casa curiosa era que el primer relato había sido publicado masomenos en la misma fecha en que sucedió el incidente. ¿tan rápido había cedido mi mujer ante ese tipo despreciable? Se me ocurrió que quizá me traicionaba con él incluso antes del altercado. Pero descarté esa posibilidad, ya que el título indicaba que cuando estuvo con él ya éramos “enemigos”.

Cliqué la pestaña donde estaba el relato.

9

Respiré hondo. La casa estaba silenciosa y oscura. Lo único que emanaba luz era mi computadora. Creo que era el ambiente adecuado para leer ese relato: rodeado de penumbras. Apenas leí la primera frase, quedé totalmente inmerso en la historia. Efectivamente, era el odioso Mario el responsable de que mi esposa haya escrito cuatro relatos en su honor. ¿Qué tenía de diferente de sus otros amantes? Pronto lo descubriría.

Sometida por el enemigo de mi esposo, parte 1

Al final mi vecino consiguió lo que tanto anhelaba. Siempre me dije, y también lo dije en algunos relatos, -ustedes están de testigos- que nunca me entregaría a alguien que no desease. Yo decido con quien me acuesto, y en qué momento cortar la relación. Pero a veces la vida te da sorpresas, y eso fue lo que me pasó antes de ayer.

Ya mencioné a Mario en otros relatos. Es un hombre que vive a unas cuadras de mi hogar. Siempre tengo que pasar por su casa cuando hago las compras del supermercado, y él siempre está en el patio delantero de su casa, tomando mate. Al principio sólo me miraba libidinosamente. Después empezó a saludarme. Yo le devolvía un corto “hola”, y continuaba mi camino mientras él me seguía con la mirada.

Pero desde hace un par de meses, se puso mas intenso. Me empezó a decir cosas como “que linda estás bebé”, y de a poco, se fue tomando mayores libertades. “Qué lindo te queda ese shortcito”, “Un día de estos te voy a invitar a salir”, “Mamaza, vos con esas curvas, y yo sin frenos”, y ese tipo de estupideces que no calientan a ninguna mujer.

Le quité el saludo, y cada vez que cruzaba por su casa, y escuchaba lo que me decía, fingía que no lo oía. Pero tampoco me molesté en cruzarme de vereda, o de cambiar de camino. Se entabló entre nosotros un juego morboso. Durante esos segundos en que yo pasaba frente a su casa, teníamos una intimidad única. Como saben, me gusta calentar a los hombres. Me gusta volverlos locos. Mario no me atraía ni un poquito, pero me gustaba que cada vez que me veía se volvía un primate descerebrado.

Pensé que él entendía el juego. Que sabia que lo nuestro no pasaba de un histeriqueo. Yo fingía ignorarlo, pero pasaba todos los días a recibir sus guarangadas. Pensé que, al ser un hombre mayor, y enorme como un ropero, entendía que una mujer como yo nunca se interesaría realmente por él. Pero estaba equivocada.

Ahora las frases eran del tipo “Que lindo vestido te pusiste, como me gustaría arrancártelo con los dientes”, “No sabés las cosas que te haría, putita”, “qué trolita divina sos”, y cosas por el estilo.

La cosa ya se me estaba yendo de las manos. Así que decidí, ahora sí, cruzarme de vereda. Pero Mario comenzó a pasear al perro a la hora en que yo pasaba con las compras. Y siempre se ponía en mi camino, y me susurraba cosas. Varias veces me sentí expuesta frente a algún vecino que también andaba caminando por ahí.

Cambié de horarios para salir a comprar. Y en lugar de hacerlo todos los días, iba lo menos posible. Pero Mario siempre me encontraba. Se estaba obsesionando conmigo, me estaba acechando. Le gustaba decirme putita. Esa palabra era su favorita.

Pensé en decírselo a Andrés. Después de todo, no había nada entre Mario y yo. No necesitaba ocultárselo. Pero mi marido es muy frágil. No solo físicamente, sino también mentalmente. No sabría cómo lidiar con un tipo que insulta y le dice cosas obscenas a su mujer. Probablemente buscaría una manera de no hacer nada. Es tan pusilánime el pobre.

Me prometí hablar con Mario, aclararle que no tenía ningún interés en él, y rogarle que me deje en paz. Pero el domingo pasó algo: Teníamos que hacer algunas compras. Le pedí a Andrés que fuéramos en su auto, pero él se encaprichó con que quería caminar. Sólo eran unas cuadras, y no teníamos que llevar muchas cosas, no hacía falta el auto, dijo.

Cuando volvíamos, Mario estaba paseando al perro. Nunca me había dicho nada mientras yo estaba con Andrés, pero como hace rato intentaba esquivarlo, pensé que quizá estaba ofendido, y que esta vez no tendría reparos en decirme alguna obscenidad frente a mi marido. Pero no fue eso lo que sucedió. El perro de Mario atacó a Andrés. Yo vi cómo ese maldito acosador soltó de la cadena para que el animal se tire encima de mi marido.

Andrés se enfureció. Me gusto verlo, al fin, con carácter. Le dijo a Mario que por qué no andaba con más cuidado. El vecino se burló de él. Yo noté la expresión violenta en su mirada. Andrés le recriminó la herida que tenía en el brazo, y Mario le estampó una piña que incluso me duele a mí de sólo recordarla. Le rogué a Mario que lo deje en paz. Andrés me miraba desde el piso, con la patética mirada del hombre derrotado.

Durante varios días, la cosa estuvo tensa en casa. A Andrés le duró varios días las secuelas físicas de la agresión. Se tomó unos días de licencia laboral. Tuve que soportar verlo con su hombría por el piso, merodeando por la casa como si fuese un fantasma. Traté de animarlo. Le hacía chistes tontos para sacarle una sonrisa, le hablaba mal del vecino, y dejaba en claro que cualquier hombre caería al piso al recibir una piña de un gorila como Mario. Y me ocupé de complacerlo en la cama, cosa de la que no me ocupaba con ese esmero desde hace años. Incluso cuando se mostraba desganado, yo le decía que se relaje, que solo se acueste, que él no debía hacer nada. Y entonces le hacía un rico pete.

Esquivamos la casa de Mario. En ese par de días evitamos hacer compras, y cuando nos faltaba algo, íbamos al almacén que queda en dirección contraria al supermercado. Algunos vecinos habían presenciado la situación ocurrida el domingo, y se solidarizaron con Andrés, y le sugirieron que se olvide del asunto, y que evite cruzarse con Mario, porque en el barrio se sabía que era un tipo peligroso, que andaba en negocios turbios.

Saber que todos temían a Mario levantó un poco el ánimo de mi esposo. Al fin y al cabo, él le hizo frente, cosa que pocos se animaban a hacer. Volvió al trabajo, para mi tranquilidad, no sin estar algo preocupado, porque temía que me pasase algo si me cruzaba con el orangután del vecino. Pero lo convencí de que nada pasaría. Al fin y al cabo, a pesar de lo violento de la situación, a mí no me había hecho nada, su encono era sólo con Andrés.

Todo lo que relaté en las líneas anteriores, no es más que una introducción. La verdadera historia comenzó, como adelanté en las primeras líneas, hace dos días.

Yo me había quedado sola en casa. Mientras hacía tareas domésticas empecé a preguntarme si lo de Mario quedaría ahí, o la cosa empeoraría. El tipo estaba obsesionado conmigo, y ese ataque a mi marido era una muestra de sus celos y envidia. Temí por mi pareja, como nunca. Si Mario descargaba su frustración por no tenerme, hacia él, las cosas podían terminar mal. Ahora que me enteraba de que el tipo no sólo era una bestia violenta, sino que andaba en negocios ilegales, entendía que era mucho más peligroso de lo que imaginaba. Hace mucho que no me sentía unida a Andrés, pero un sentimiento de protección se despertó en esos días, cosa que me hizo recordar a nuestros primeros años de matrimonio, cuando no me molestaba ser yo la que tuviera los pantalones en la casa.

Decidí que tenía que hacer algo al respecto, pero, como muchas otras veces en mi vida, me di cuenta de que me encontraba sola. Si alguno de mis amantes pasajeros fuera policía, o algo por el estilo, podría hacer que le den un escarmiento al gordo maldito. Pero los hombres que pasaban por mi cama eran oficinistas, adolescentes virginales, y hombres a los que no volvía a ver. Con mis amigas tampoco podía contar. Cuando les relaté cómo lastimaron a mi marido, se compadecieron de nosotros, y sugirieron que hagamos la denuncia. ¿Qué podían hacer aparte de eso?

Tomé una decisión radical. Lo pensé una y otra vez, pero no encontraba una solución más efectiva que esa: tenía que hablar con Mario.

En Argentina estamos en primavera. El clima es muy agradable, ni calor, ni frío. El cielo estuvo despejado toda la semana, y una brisa tibia ventilaba la casa. Dejé los quehaceres domésticos para más tarde. Estaba con un short y una remera, bastante viejitos, para usar entre casa. No pensaba producirme mucho para ir a hablar con esa bestia, pero mi vanidad no me permitía salir a la calle, así como estaba. Me puse un vestido casual, negro con lunares blancos y un cinturón marrón en la cintura. Me peiné un poco y me dejé el pelo suelto. Y así fui con determinación a ver al enemigo de mi esposo, con la sincera intención de poner fin a sus delirantes fantasías.

Eran las tres de la tarde. Hora de la siesta. Los pocos negocios del barrio estaban cerrados. Sólo se veían algunos autos circulando por la calle, y había muy poco movimiento de personas. Sólo me crucé con un par de vecinos. Uno trabajaba en la vereda de la esquina de casa, y otros dormitaban en sillones en el patio delantero de sus respectivos hogares. Llegué a la casa de Mario. Esta vez no estaba en el patio, como casi siempre que yo pasaba. Toqué el timbre. Miré a los lados, a ver si algún vecino era testigo de ese encuentro. Prefería que no haya nadie. Así no se inventaban historias distorsionadas respecto a ese encuentro. La charla no duraría mucho, debía ser concisa.

Mario salió con cara de asombro y lascivia. Vestía una bermuda negra, y una camisa rayada que tenía varios botones desabrochados, y dejaba ver su frondoso vello en el pecho. Tenía barba de varios días, que contrastaba con su cabeza completamente calva. Parecía un oso, y no precisamente un oso cariñoso.

– Hola putita. – me saludó.

– De eso te quería hablar. – le dije, y sin dejar que me interrumpa, seguí diciendo. – Mirá, ya sé que hice mal en no ponerte límites. Pero yo estoy casada, y no quiero nada con vos. Te quiero pedir que por favor dejes en paz a mi marido.

Miré a los lados, a ver si algún vecino chusma nos veía. Sólo pasaron dos autos que no creo que sean de personas conocidas, y en la otra cuadra un niño jugaba en la vereda, sin prestarnos atención.

– ¿Y si digo que no? – me contestó él.

– Mi marido no te hizo nada. Por favor no le hagas nada.

Mario soltó una carcajada.

– Qué pollerudo tu maridito. Mandando a su mujer.

– Él no me mandó. No sabe que estoy acá.

– Hay muchas cosas que tu marido no sabe. – Me contestó.

– ¿Cómo? ¿Qué decís? Vos no sabés nada de mí. Y ya me tengo que ir. ¿Vas a dejar de molestarnos? Te lo estoy pidiendo por favor.

– ¿Te pensás que no conozco a las putitas como vos? No tengo cincuenta años al pedo. – me dijo. Y viendo que yo, mientras lo escuchaba, miraba a un lado y a otro, agregó. – ¿Qué pasa, estás preocupada porque alguien te vea acá? El barrio ya te conoce.

– ¿Qué mierda estás diciendo? – dije, exaltada, pero sin levantar la voz.

– Todos los días te veo pasando por acá, meneando el culo para que te mire. Y cuando te digo cosas sonreís como la puta que sos.

– Qué decís. Estás delirando. Y basta de decirme puta. – dije indignada. – ya me tengo que ir.

– Conozco a las trolitas como vos. Traté con muchas en mi vida. Te veo salir sola por las noches. Te veo volver tarde sin el cornudo de tu marido. Todos saben cómo sos. Salvo tu marido. Como dicen, el cornudo es el último en enterarse.

– No tenés idea de lo que decís. Veo que vine hasta acá al pedo. – dije, sintiendo cómo la preocupación aumentaba en mi interior. Nunca fui muy cuidadosa con mis infidelidades, pero no tenía idea de que ya me había ganado el título de la puta del barrio.

Mario abrió el portón.

– Entrá. – me ordenó.

– ¿Qué? – dije, asustada.

– Si no entrás te voy a meter a rastras.

– No voy a entrar. Yo sólo vine a decirte…

– Los dos sabemos a qué viniste. – dijo, agarró mi muñeca y me metió adentro.

– Soltame, me estás lastimando. – le dije. Puso su mano detrás de la cintura, y me hizo avanzar a empujones.

– Dale, gritá. Gritá para que todos te escuchen.

Durante algunos segundos titubeé. Miré a todos lados, esta vez esperando que sí haya un vecino mirando la escena. Pero no encontré a nadie.

– No, basta. – dije en voz alta, pero Mario ya me estaba metiendo en su casa y cerró la puerta.

Su enorme mano se cerró en mi mentón. Y me puso contra la pared.

– Por favor no me lastimes. – Rogué. Estaba aterrorizada. Pensé en gritar. Pero recordando el golpe que le había dado a mi esposo, estaba segura de que me dejaría inconsciente en un santiamén, apenas levantara la voz. – Voy a hacer lo que quieras, pero no me lastimes. – La mandíbula me dolía por la presión de su mano.

– ¿Vas a hacer lo que quiera? ¿Todo lo que quiera? – preguntó con una sonrisa perversa. Yo asentí con la cabeza. – Vení para acá.

Liberó mi mentón, tomó mi mano y me arrastró hasta su habitación. Me paré en la esquina del cuarto. Me crucé de brazos. Me sentía como una nena a punto de recibir una terrible reprimenda. Me daba cuenta de que ya no había marcha atrás. Mario tapaba la puerta con su monumental cuerpo. Fue un error ir hasta su casa sola. Probablemente el mayor error de mi vida.

– Sacate el vestido. – me ordenó.

Yo retrocedí, pero solo me encontré con la dura pared.

– Si no te lo sacás, te lo voy a arrancar y lo voy a hacer hilachas. – dijo.

Desabroché el cinturón del vestido. Mario se lamía el labio superior y se acariciaba el pene. Agarré la parte inferior del vestido, y haciendo un movimiento hacia arriba, me lo saqué.

Sólo vestía ropa interior blanca.

Mario se acercó con pasos lentos. Extendió su mano, y acarició con ternura mi mejilla. El tacto era áspero.

– Sos muy hermosa. -me dijo.

Yo miré al costado. No quería verlo a él. Pero me hizo girar el rostro, y nuestras miradas se encontraron.

– Sos una puta muy hermosa.

Con su otra mano agarró el elástico de la bombacha, y tiró para abajo. Me la bajó hasta los talones, sin tocarme. Después me sacó el corpiño. Me agarró de la cintura, y me levantó con increíble facilidad. Caminó unos pasos hacia la cama, conmigo a cuestas, y me tiró sobre el colchón. Quedé acostada boca arriba, completamente desnuda.

Él se quitó la camisa. Su torso y su abdomen estaban llenos de un horrible vello negro. Parecía una bestia. Y yo, la bella joven que había caído en sus garras. Se sacó las zapatillas y la bermuda. En su entrepierna colgaba una enorme verga, y dos grandes testículos con abundante vello.

Ya perdí la cuenta de cuántas pijas entraron en mi cuerpo. Pero estoy segura de que ninguna era tan impresionante como la de Mario. Larga y gruesa como una anaconda. Sentí tanta curiosidad como pavor cuando la vi. Y el hecho de que todavía no estaba totalmente erecta, no era un detalle menor.

Me agarró de los talones y me arrastró hasta el borde de la cama. Él se arrodilló. lamió mis piernas. Sentí la aspereza de su barba en mi piel. Su lengua subió lentamente, dejando un camino de baba a su paso. Cuando llegó a la parte interna de mis muslos, mi cuerpo empezó a reaccionar a sus caricias linguales. Es que no soy de palo lectores. Como dicen, el diablo sabe mucho, pero sabe más por viejo que por diablo. Y este viejo diablo sabía chupar una concha.

Cuando se dio cuenta de que mi cuerpo estaba estimulándose, aumentó la intensidad. Lamió los labios vaginales, haciendo un ruido escandaloso cuando sus labios y su lengua se frotaban con ellos. Extendió su mano y me agarró de las tetas. Mis pechos, ya de por sí pequeños, parecían diminutos mientras esos dedos grandes se frotaban en ellos. También me hacía un delicioso masaje en el abdomen, mientras comenzaba a jugar con mi clítoris.

Lo frotaba con intensidad, y cada tanto, lo apretaba con sus labios. Mario es muy paciente. Habrá estado con el rostro hundido entre mis piernas durante, al menos, veinte minutos.

Cuando salí de casa, dispuesta a poner fin con la obsesión de Mario por mi persona, y con su encono hacia Andrés, no hubiese imaginado que un rato después estaría en pelotas, en su cama, recibiendo el mejor sexo oral de mi vida. Sentí cómo mis músculos se contraían. Mis manos, en forma de garras, se aferraron a las sábanas, y mi entrepierna, incendiada, explotó en un maravilloso orgasmo.

Quedé agitada, casi desmayada, y mi cuerpo hacía involuntarios movimientos espasmódicos.

– ¿Te gustó putita? Yo sabía que te iba a gustar. – dijo Mario.

El pesa más de cien quilos, y yo no llego a los cincuenta. Así que imaginen lo que fue ver su cuerpo de bestia salvaje subir a la cama, y ponerse encima de mí.

– Ahora te voy a enseñar lo que es coger. – susurró.

Abrí las piernas todo lo que pude. Su estómago se apretaba sobre mí, pero con un brazo extendido y apoyado en el colchón, como si fuese un pilar que sostenía una estructura inmensa, evitaba cargar todo el peso de su cuerpo sobre el mío. Con la otra mano me agarró del mentón y me obligó, otra vez, a mirarlo a los ojos. Un dedo se metió en mi boca, y yo lo chupé. Empujó su pelvis hacia adelante, e introdujo los primeros centímetros de su sexo.

– Por favor, despacito. – le pedí, mientras sentía cómo se introducía más y más en mí.

– ¿Te gusta así, putita?

– Sí. – contesté sinceramente.

– ¿La querés más adentro?

– Sí, pero despacito. – le pedí.

La verga de caballo se metía más y más adentro. Yo gemía de placer. Ya no me molestaba ocultar que disfrutaba de esa hermosa pija. No usaba preservativos, y yo no me animé a pedirle que se ponga uno. Además, la sensación que me producía la piel desnuda frotándose con mis paredes vaginales, era sensacional. A pesar de su físico, Mario tenía mucha energía y vitalidad. Mi cuerpo se sacudió por mucho tiempo, mientras me penetraba, ahora ya con salvajismo, una y otra vez. Sentí sus vellos púbicos haciendo contacto con mi piel, cuando su miembro ya estaba completamente adentro. Los resortes del colchón chirriaban. Mario retiró su verga lentamente, y eyaculó una increíble cantidad de semen sobre mi cuerpo, machándome desde el ombligo hasta la cara.

– Así te quería ver, putita. – dijo, totalmente agitado. – bañada con mi leche.

– En un rato tengo que volver a casa. – dije. – ya tuviste lo que querías. Dejame irme.

Me agarró del cuello.

– No te hagas la estúpida. – gritó. – Sé muy bien que te gustó. ¿Cuánto tiempo tenemos?

– Mi marido llega a las cinco. Pero tengo que irme antes. Acordate que a esa hora los chicos empiezan a salir de la escuela, y el barrio se llena de gente. Por favor, Mario, sé más razonable. Ya te di lo que querías. Además…

– ¿Además qué?

– Además… podemos vernos otro día. – dije. – ¿me dejar limpiarme e irme? Por favor. – supliqué.

Me llevó al baño. Abrió la llave de la ducha. Me lavé en cada parte donde tenía semen, intentando no mojarme el pelo. Él me pasaba jabón por la espalda y las nalgas.

– Enjuagame la pija. – me ordenó.

Me di vuelta. Su pene estaba lleno de espuma. Me hice a un costado. Puso su enorme miembro bajo el chorro de agua. Lo froté, sintiendo cómo se endurecía de nuevo. Sin que me lo ordenara, comencé a masturbarlo, mientras acariciaba sus enormes bolas peludas.

– Así me gusta trolita.

Lo froté con intensidad. En unos minutos largó dos chorros de semen que cayeron al piso, y fueron hasta la rejilla, empujados por el agua.

– ¿Te fijás que no pase ningún vecino? – le dije, mientras me ponía el vestido.

Inesperadamente, me agarró nuevamente del cuello.

– Conmigo no vas a jugar. A partir de ahora sos mi puta. ¡Decilo!

– Soy tu puta. – afirmé.

– Anotame tu teléfono, y si tardás en contestar, te juro que a tu marido le rompo todos los huesos.

Se lo anoté, sin molestarme en inventar uno falso, por temor a represalias. Él salió primero, y se aseguró de que no había moros en la costa.

– Dale Sali. – dijo.

Caminé velozmente. Crucé el portón, con la cabeza gacha. Recién cuando llegué a la esquina levanté la cabeza. No vi a nadie en la calle. Nadie era testigo de que entré a su casa, y salí una hora y media después.

Los días siguientes pensé en cómo me lo sacaría de encima. Hoy me llegó un mensaje suyo. Intenté esquivarlo, aduciendo que era demasiado peligroso vernos de nuevo en su casa. Me contestó que tenía un departamento en el centro.

Todavía estoy pensando en qué excusas poner, pero no se me ocurre ninguna.

10

Me generó cierto sentimiento de revancha, saber que Valeria, por jugar con fuego, había terminado quemada. Tanto histeriqueo con Mario, culminaron en un castigo de parte del sádico vecino. Sin embargo, la muy puta de mi mujer lo terminó disfrutando (Es la primera ve que le digo puta ¿verdad?). Además, al terminar de leer el relato, no pude evitar pensar que todo lo sucedido con Mario, fue planeado minuciosamente por ella.

El provocarlo sutilmente, pasando todos los días frente a su casa en los mismos horarios; el guardar silencio cada vez que le decía guarangadas; y el hecho de que me lo ocultase, me hacían creer que no estaba errado en mi hipótesis. Siempre era Valeria la que provocaba. Así como lo hizo con el chofer de Uber, con su alumno, y con tantos otros hombres, también lo hizo con Mario.

Pero con este último la cosa era diferente. Porque su relación con él no era tan desigual como con los otros hombres. No podía deshacerse de él con la misma facilidad con la que lo hacía con el resto de sus amantes. Mario era violento e impredecible. Y la amenaza que había hecho hacia mi persona, seguramente era real. En eso tengo que darle algo de crédito a mi mujer. En parte (sólo en parte) Había terminado sometida por él, debido a su intención de protegerme. Y probablemente el hecho de que haya tres relatos más con Mario de protagonista, era porque quería evitar que me rompa los huesos.

O tal vez, simplemente quería tener, nuevamente, la enorme verga de Mario adentro suyo.

No descartemos que ambos motivos sean igualmente válidos. Los hechos suelen ser multicausales. No había razón para creer que este era diferente. Y ni hablemos de que nada de esto hubiese sucedido si yo estuviese más avispado.

Pensé, por enésima vez, en cuántas cosas sucedían a mi alrededor sin que yo me percatar de ellas. Ahora las miradas de lástima de algunos vecinos, las sonrisas irónicas de otros, adquirían un claro significado. En el barrio ya se corría el rumor de que Valeria era una puta, y yo, un cornudo. Y el hecho de que su amante más reciente sea el hombre que me había humillado en la vía pública, frente a la mirada de algunos vecinos, no dejaba de envenenar mi alma.

Leí los relatos que seguían.

Como era de esperar, Valeria no había encontrado excusas para evitar aquel encuentro en el departamento que Mario tenía en el centro. No le fue difícil desentenderse de mí. Bastó con que me diga que debía ir a una clase de zumba por la tarde. ¿habrán sido al menos la mitad de esas clases reales? Vaya uno a saber.

En la parte dos de “sometida por el enemigo de mi esposo”. Valeria iba hasta el departamento de su nuevo amante. Se puso, por órdenes de él, la ceñida minifalda negra con la que la había visto en una ocasión, y una camisa blanca. Le prohibió terminantemente ponerse ropa interior abajo, y le exigió que se maquille como una puta. Mi esposa debió viajar en colectivo durante cuarenta minutos, soportando las miradas libidinosas de decenas de hombres. Llegó al edificio. Según ella, estaba nerviosa, porque Mario le generaba sentimientos muy encontrados. Su aspecto de bestia le daba repulsión, pero su verga superdotada, y su habilidad para el sexo oral, la fascinaban.

Es muy bizarro imaginarme a ambos cuerpos, tan diferentes, unidos y enredados. Eran como un ogro y una princesa de Disney. Un animal repulsivo copulando con un hermoso unicornio. Una morsa apareándose con un cisne.

Mario metió la mano por debajo de la minifalda, y se encontró con los hermosos glúteos desnudos de mi esposa. Los masajeó, y ante la sorpresa de mi mujer, le ordenó que me llame por teléfono. (Ya entenderán de dónde había sacado la idea “L” en el primer relato que leí) Valeria intentó negarse, pero él le recordó que ahora era su putita personal. Entonces me llamó, mientras la mano rasposa seguía escarbando por debajo de la pollera. “gordi, ¿podés hacer la cena hoy?”, dijo Valeria, mientras Mario comenzaba a besar sus muslos. “Claro amor, te espero con algo rico, pasala bien”, le había contestado yo. Mario levantó la minifalda, y le dio una lamida al clítoris. Valeria se estremeció de placer. “Nos vemos en un rato gordi”, me dijo, y colgó.

Él afirmó que nunca había conocido a alguien tan cornudo como yo, y la felicitó por ser una puta obediente. Le quitó la ropa y la cogió en el piso. La penetró por la vagina, y por la boca, la cual, apenas podía recibir semejante poronga. Luego enterró un dedo en su ano, cosa que, a lo largo de nuestros años de matrimonio, sólo se me permitió hacer en contadas ocasiones. Ya no quedaban orificios de mi esposa en los que Mario no haya entrado.

La dejó en paz después de dos horas. Valeria me tuvo que inventar que había surgido, en el momento, una cena con las chicas de zumba y que por eso llegó tarde. Esa noche durmió a mi lado, con su sexo dolorido.

En el tercer relato se veía claramente cómo mi mujer había caído en la sumisión. Aquí otra vez me dedica unas cuantas líneas debido a que yo no me daba cuenta de qué estaba pasando. Mario la había instado a ir al departamento del centro. En las semanas anteriores Valeria sí encontró excusas para evitarlo. Pero la paciencia de Mario llegó enseguida a su límite.

Valeria fue atada de manos y piernas, en la cama. Estaba asustada, porque no sabía con qué iba a salirle ese animal. Pero por lo visto sólo le gustaba verla así, a su merced. La poseyó de manera tradicional. Ella, ya sin esperar que se lo ordene, le repitió que era su puta, y también agregó que él era mucho más hombre que yo. Lo más interesante del relato fue cuando la obligó a tragar su semen, cosa que mi esposa siempre evitaba hacer.

Me estaba dando cuenta de que ahora me tomaba con mucha más naturalidad lo que leía. Hacía apenas algunas horas me había abandonado mi mujer, y me había enterado de que me fue infiel con incontables amantes. Pero ahora quedaba muy poco del espanto inicial.

Leí, ávido, la cuarta parte de la serie, y me encontré con una historia más interesante que las anteriores.

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