Rosana, con su bata blanca ligeramente desabrochada, ajustando cada detalle de las estanterías llenas de productos naturales, se detuvo un momento para mirar el reloj. Las agujas marcaban las ocho y sabía que, en un día lluvioso como aquel, Madrid ya estaría casi vacío. Justo cuando iba a apagar las luces, un leve golpeteo en la puerta la sobresaltó. A través del cristal, entre la cortina de agua, reconoció a la clienta de la semana pasada: aquella mujer esbelta y de mirada intensa, cuyo traje oscuro, ahora empapado, se pegaba a cada curva de su cuerpo.
Rosana respiró hondo, tratando de controlar el nudo que se le formaba en el estómago. No esperaba verla, pero la idea de tenerla de nuevo frente a ella le arrancaba una sonrisa.
"¡Pasa, rápido!", dijo mientras abría la puerta y la invitaba a entrar. La clienta se estremeció al cruzar el umbral, y su cuerpo tembló al sentir el calor que contrastaba con la lluvia fría de afuera.
"Gracias. No sabía si estabas abierta… o si me permitirías pasar", respondió la mujer, con una sonrisa entre nerviosa y provocadora.
La dependienta observó cómo el agua corría por sus mejillas, bajando hasta perderse entre las líneas de su cuello. Sin decir palabra, Rosana tomó una toalla de detrás del mostrador y se la ofreció, mientras la clienta aceptaba con una mirada agradecida y misteriosa que hizo que la temperatura del ambiente pareciera aumentar.
"Estás empapada. Déjame ayudarte", susurró Rosana, acercándose. A medida que iba secándole el rostro y el cabello con delicadeza, sus manos rozaban suavemente la piel de la clienta, que cerraba los ojos, disfrutando cada movimiento. La bata de Rosana dejaba entre
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