putita la niñera 8


El día siguiente fue un infierno. El trabajo me tuvo dando vueltas como un idiota, con la cabeza todavía trabada en lo que había pasado en casa. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Clara en la ducha, su boca, sus manos, y esa maldita sonrisa de Lucía que parecía saberlo todo. Cuando llegué a casa, estaba hecho mierda, con los hombros re contra contracturados y un cansancio que no era solo físico. Clara estaba en el living, tirada en el sillón con una copa de vino en la mano, la tele de fondo con alguna serie que no le prestaba atención. Lucía no estaba a la vista, pero su presencia seguía flotando en el aire, como un perfume que no se va.
“Estoy muerto, Clari,” dije, dejándome caer en el sillón junto a ella. “¿Me hacés un masaje? Me duele todo.” Mi voz salió más suplicante de lo que quería, pero ella solo sonrió, esa sonrisa suya que siempre escondía algo.
“Pobrecito,” dijo, dejando la copa en la mesa. “Vení, acostate en la cama, que te dejo como nuevo.” Había algo en su tono, un dejo juguetón que me puso en alerta, pero estaba tan cansado que no le di demasiada vuelta. Me arrastré hasta la habitación, me saqué la remera y me tiré boca abajo en la cama, con la cara hundida en la almohada.
Clara se subió encima de mí, sentándose sobre mi cintura. Sus manos empezaron a trabajar en mi espalda, firmes, deshaciendo los nudos en mis hombros. El alivio era inmediato, pero también había algo en la forma en que me tocaba, en cómo sus dedos se deslizaban más lento de lo necesario, que me hacía difícil relajarme del todo. “Qué tenso estás, pajero,” murmuró, inclinándose para hablarme cerca del oído. “¿Qué te tiene así? ¿El trabajo… o la putita de Lucía?”
El nombre cayó como un rayo. Mi cuerpo se tensó bajo sus manos, y sentí cómo mi pija empezaba a reaccionar, traicionándome otra vez. “Clara, no jodas,” gruñí, pero mi voz no tenía fuerza. Ella soltó una risita baja, casi cruel, y siguió masajeando, ahora bajando por mi columna, sus dedos rozando los costados de mi cuerpo.
“¿No jodas? ¿En serio, Juan?” dijo, y su voz tenía ese filo que me hacía querer esconderme y seguir escuchándola al mismo tiempo. “Ayer te vi cómo le mirabas la concha apretada por el pantalon.. Esos ojitos de cachorro que le ponés a la pendejita cuando se agacha o cuando se estira con esa musculosa y se le marcan las tetas ¿Te la imaginás, no? Tocándote, chupándote la pija…”
“Clara, basta,” intenté cortarla, pero mi cuerpo no estaba de acuerdo. Mi erección ya era imposible de ignorar, apretada contra el colchón, y cada palabra suya era como echarle nafta al fuego. Ella sabía de mi desbodada imaginacion y de mi amor profundo por las conchas hermosas. Sus manos se volvieron más lentas, más provocadoras, rozando la cintura de mi boxer, pero sin llegar a donde yo ya estaba desesperado.
De pronto, Clara se inclinó más, su aliento caliente en mi nuca. “¿Sabés qué? Me parece que voy a necesitar ayuda con esto,” dijo, y antes de que pudiera procesarlo, gritó hacia la puerta: “¡Lucía! ¡Vení un segundo!”
Mi corazón se paró. “¿Qué hacés, Clara?” dije con un falso enojo, pero ella solo se rió y se levantó de la cama, dejándome ahí, boca abajo, con la pija dura como cemento y el cuerpo temblando de nervios y algo más. Escuché los pasos de Lucía acercándose, y cuando levanté la cabeza, ahí estaba, parada en la puerta, con una remera holgada y unas calzas que le marcaban todo el orto y las costuras de la tanga.
“Lu, ¿podés seguirle vos con el masaje? Me tengo que ir a hacer un par de cosas,” dijo Clara, con una naturalidad que me dio escalofríos. Lucía levantó una ceja, miró a Clara y luego a mí, y juro que vi esa chispa otra vez, la misma que me había quemado ayer en la cocina.
“Claro, ningún problema,” respondió Lucía, con una voz que sonaba demasiado tranquila. Clara salió de la habitación sin mirar atrás, dejándome solo con Lucía y un nudo en el estómago que no sabía si era pánico o deseo.
Lucía se acercó a la cama, lenta, como si tuviera todo el tiempo del mundo. “Bueno, Juan, dame una mano y date vuelta,” dijo, y su tono era tan casual que casi me descolocó. Pero no había forma de darme vuelta, no con el bulto que tenía en el boxer. “No, estoy bien así,” murmuré, con la cara todavía medio hundida en la almohada.
“¿Seguro?” insistió, y sentí el colchón hundirse un poco cuando se sentó a mi lado. Sus manos tocaron mi espalda, frías al principio, pero firmes, empezando a masajear donde Clara había dejado. “Estás re tenso viejo,” comentó, y aunque sonaba como un comentario inocente, había algo en su voz, un dejo de diversión, que me ponía los nervios de punta.
Sus manos trabajaban bien, demasiado bien. Bajaban por mi espalda, rozando los costados, y cada tanto sus dedos se deslizaban un poco más abajo, cerca de la cintura del boxer y rozando a veces mis gluteos. Mi cabeza era un crucigrama, atrapada entre el placer de sus manos y la imagen de Clara susurrándome cosas sobre ella. Mi pija estaba tan dura que dolía, y cada movimiento suyo parecía diseñado para llevarme más al borde.
“Date vuelta, Juan,” dijo de pronto, con un tono que no admitía discusión. “Así no puedo seguir bien.” Tragué saliva, sabiendo que no había forma de esconderme. Con las piernas temblando, me giré lentamente, y cuando quedé boca arriba, sus ojos bajaron directo al bulto que formaba el boxer con mi verga. No dijo nada, pero esa sonrisa, esa maldita sonrisa, apareció otra vez.
“Uy, parece que estás… incómodo,” dijo, y aunque su voz era suave, había un brillo en sus ojos que me hizo querer desaparecer. Siguió con los masajes, ahora en mi pecho, sus manos moviéndose lentas, precisas, rozando mis costados, mis abdominales, pero nunca, ni una sola vez, tocando donde mi cuerpo estaba gritando. Era una tortura, y ella lo sabía. Cada roce, cada presión de sus dedos, me llevaba más cerca del borde, y yo no podía hacer nada más que apretar los dientes y tratar de no gemir.
“Tranquilo, Juan,” susurró, inclinándose un poco más, su pelo cayendo cerca de mi cara. “Solo es un masaje.” Pero sus manos seguían, implacables, y de pronto sentí esa ola imposible de parar. Sin que me tocara directamente, sin que cruzara esa línea, mi cuerpo se rindió. Acabe como un tarado, desenfrenado y precoz, a chorros, como si todo el deseo acumulado desde ayer explotara de una vez. El boxer se empapó, y el calor me subió a la cara, una mezcla de vergüenza y algo que no podía nombrar.
Lucía se detuvo, miró el desastre que era yo, y soltó una risa baja, casi musical. “Uy, viejo, parece que ahora está mejor” dijo, con ese tono burlón que me hizo querer meterme bajo la cama. Se levantó, todavía riéndose, y se limpió las manos en una toalla que estaba cerca. “Bueno, creo que ya estás relajado,” añadió, acomodandose las tetas antes de salir de la habitación, como si nada hubiera pasado.
Me quedé ahí, transpirado, con el corazón a mil y la cabeza desbordada de fantasias porno. Escuché la risa de Clara desde el living, como si supiera exactamente lo que había pasado, y por un segundo me pregunté si todo esto no era un juego planeado entre las dos. Pero antes de que pudiera levantarme, la puerta se abrió otra vez, y Clara entró, con esa sonrisa que me volvía loco. “¿Y, Juan? ¿Te trataron bien?” dijo, "Perdoname, la proxima te acabo el masaje yo, pero me tuve que ir un momento"

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