Era una noche tediosa, de esas en que la ruta se te hace eterna y el camión parece que va a empezar a hablarte de tanto silencio. Venía por la 9, pasado el cruce de Zárate, con el mate frío y la radio escupiendo cumbia vieja. De repente, en una curva, vi dos sombras al costado, haciendo dedo. Paré, más por curiosidad que por buena onda. Eran dos minas, jóvenes, con mochilas gastadas y una pinta de que llevaban días dando vueltas por el país.
—Che, ¿las llevo? —les grité desde la cabina, bajando la ventanilla.
—Dale, ¡gracias, loco! —dijo una, morocha, con una sonrisa que te desarmaba. La otra, rubia, más callada, me miró con unos ojos que parecían saber más de lo que decían. Subieron las dos, apretadas en el asiento del copiloto. La morocha se presentó como Luli, y la rubia como Sofi. Olían a perfume barato y a aventura.
Charlamos un rato mientras el camión seguía comiendo kilómetros. Luli era puro fuego, hablaba con las manos, reía fuerte, y cada tanto me rozaba el brazo como al pasar. Sofi, más tranqui, se reía bajito y me clavaba la mirada cuando Luli no miraba. La cosa se puso densa cuando Luli sacó una petaca de fernet y empezamos a darle unos tragos. El aire en la cabina se cargó de algo que no era solo el calor de la noche.
—¿Nunca te aburrís de la ruta, vos? —me preguntó Luli, con un tono que ya no era inocente. Se había sacado la campera y la remera ajustada dejaba poco a la imaginación.
—Depende de la compañía —le tiré, medio en joda, pero con ganas de ver hasta dónde llegaba la cosa.
Sofi, que hasta ese momento estaba callada, se acercó un poco más y me puso una mano en la pierna. Fue como un chispazo. Miré por el retrovisor, la ruta estaba vacía. Paré el camión en una banquina oscura, con el corazón a mil. No hizo falta decir nada. Luli se rió, como si ya supiera lo que venía, y se subió encima mío, sentándose a horcajadas en el asiento del conductor.
—Qué lindo que sos, camionero —me susurró, mientras me besaba el cuello. Sus manos ya estaban desabrochándome la camisa. Sofi no se quedó atrás; se acercó desde el costado y empezó a besarme, primero suave, después con una lengua que me hizo olvidar hasta mi nombre. Las dos se movían como si hubieran planeado todo, y yo, bueno, yo estaba en el paraíso.
Luli se sacó la remera en un movimiento rápido, dejando al aire unos pechos firmes que brillaban bajo la luz tenue de la cabina. Sofi, no sé en qué momento, se desprendió del jean y quedó en una tanga negra que apenas cubría nada. Las miré, desnudas, perfectas, y sentí que el camión era el puto Edén. Me bajé los pantalones, y Luli no perdió tiempo: se arrodilló en el asiento y empezó a chupármela con una maestría que me hizo apretar los dientes. Sofi, mientras tanto, se tocaba, gimiendo bajito, y me miraba como si quisiera comerme entero.
No sé cómo, pero terminamos los tres en el catre de atrás, ese que uso para dormir en las paradas largas. Luli se puso arriba mío, montándome con un ritmo que me volvía loco, mientras Sofi se sentaba en mi cara, dejando que mi lengua explorara cada rincón de ella. Los gemidos de las dos llenaban la cabina, mezclándose con el ruido del motor que todavía estaba encendido. Luli se movía rápido, apretándome con sus caderas, y Sofi se retorcía, agarrándome el pelo. Era un descontrol, un fuego que nos consumía a los tres.
En un momento, Luli se bajó y se puso a besar a Sofi, mientras yo las miraba, duro como piedra. Se tocaron entre ellas, se lamieron, y yo me sumé, metiéndome entre las dos. A Luli la tomé desde atrás, fuerte, mientras ella le comía la concha a Sofi. Los gritos de las dos eran música, y yo sentía que no iba a aguantar mucho más. Cambiamos de posición, y Sofi se puso en cuatro, pidiéndome que la cogiera mientras Luli se tocaba al lado, mirándonos con una sonrisa perversa.
Cuando llegué al límite, las dos se arrodillaron frente a mí, y terminé en sus caras, con un rugido que debió escucharse hasta en la ruta. Nos quedamos un rato así, jadeando, riéndonos, con los cuerpos pegajosos y el aire cargado de sexo. Después, nos vestimos como si nada, y seguimos viaje. Ellas se bajaron unas horas después, en un cruce perdido, con una sonrisa y un “gracias, camionero” que todavía me resuena.
—Che, ¿las llevo? —les grité desde la cabina, bajando la ventanilla.
—Dale, ¡gracias, loco! —dijo una, morocha, con una sonrisa que te desarmaba. La otra, rubia, más callada, me miró con unos ojos que parecían saber más de lo que decían. Subieron las dos, apretadas en el asiento del copiloto. La morocha se presentó como Luli, y la rubia como Sofi. Olían a perfume barato y a aventura.
Charlamos un rato mientras el camión seguía comiendo kilómetros. Luli era puro fuego, hablaba con las manos, reía fuerte, y cada tanto me rozaba el brazo como al pasar. Sofi, más tranqui, se reía bajito y me clavaba la mirada cuando Luli no miraba. La cosa se puso densa cuando Luli sacó una petaca de fernet y empezamos a darle unos tragos. El aire en la cabina se cargó de algo que no era solo el calor de la noche.
—¿Nunca te aburrís de la ruta, vos? —me preguntó Luli, con un tono que ya no era inocente. Se había sacado la campera y la remera ajustada dejaba poco a la imaginación.
—Depende de la compañía —le tiré, medio en joda, pero con ganas de ver hasta dónde llegaba la cosa.
Sofi, que hasta ese momento estaba callada, se acercó un poco más y me puso una mano en la pierna. Fue como un chispazo. Miré por el retrovisor, la ruta estaba vacía. Paré el camión en una banquina oscura, con el corazón a mil. No hizo falta decir nada. Luli se rió, como si ya supiera lo que venía, y se subió encima mío, sentándose a horcajadas en el asiento del conductor.
—Qué lindo que sos, camionero —me susurró, mientras me besaba el cuello. Sus manos ya estaban desabrochándome la camisa. Sofi no se quedó atrás; se acercó desde el costado y empezó a besarme, primero suave, después con una lengua que me hizo olvidar hasta mi nombre. Las dos se movían como si hubieran planeado todo, y yo, bueno, yo estaba en el paraíso.
Luli se sacó la remera en un movimiento rápido, dejando al aire unos pechos firmes que brillaban bajo la luz tenue de la cabina. Sofi, no sé en qué momento, se desprendió del jean y quedó en una tanga negra que apenas cubría nada. Las miré, desnudas, perfectas, y sentí que el camión era el puto Edén. Me bajé los pantalones, y Luli no perdió tiempo: se arrodilló en el asiento y empezó a chupármela con una maestría que me hizo apretar los dientes. Sofi, mientras tanto, se tocaba, gimiendo bajito, y me miraba como si quisiera comerme entero.
No sé cómo, pero terminamos los tres en el catre de atrás, ese que uso para dormir en las paradas largas. Luli se puso arriba mío, montándome con un ritmo que me volvía loco, mientras Sofi se sentaba en mi cara, dejando que mi lengua explorara cada rincón de ella. Los gemidos de las dos llenaban la cabina, mezclándose con el ruido del motor que todavía estaba encendido. Luli se movía rápido, apretándome con sus caderas, y Sofi se retorcía, agarrándome el pelo. Era un descontrol, un fuego que nos consumía a los tres.
En un momento, Luli se bajó y se puso a besar a Sofi, mientras yo las miraba, duro como piedra. Se tocaron entre ellas, se lamieron, y yo me sumé, metiéndome entre las dos. A Luli la tomé desde atrás, fuerte, mientras ella le comía la concha a Sofi. Los gritos de las dos eran música, y yo sentía que no iba a aguantar mucho más. Cambiamos de posición, y Sofi se puso en cuatro, pidiéndome que la cogiera mientras Luli se tocaba al lado, mirándonos con una sonrisa perversa.
Cuando llegué al límite, las dos se arrodillaron frente a mí, y terminé en sus caras, con un rugido que debió escucharse hasta en la ruta. Nos quedamos un rato así, jadeando, riéndonos, con los cuerpos pegajosos y el aire cargado de sexo. Después, nos vestimos como si nada, y seguimos viaje. Ellas se bajaron unas horas después, en un cruce perdido, con una sonrisa y un “gracias, camionero” que todavía me resuena.
3 comentários - un viaje sin final