Sergio estacionó el auto frente a su casa.
Lucía todavía lo tenía en la boca.
Chupaba lento, profundo, como si quisiera que él no cortara nunca el motor.
—Bajate, pendeja —le dijo con la voz grave—. Ya sabés lo que sigue.
Ella obedeció, con la boca mojada y la mirada sucia.
Entraron.
La casa estaba en silencio, con esa oscuridad cómoda de lugar vivido.
Sergio cerró la puerta y la empujó contra la pared con una mano en la cintura.
La besó.
Con hambre.
Con bronca contenida.
Lucía se dejó hacer.
Le gustaba que la manejaran sin pedir permiso.
—Sacate todo —le ordenó.
Ella se sacó el top.
Las tetas le rebotaron con esa mezcla perfecta de juventud y descaro.
Después se bajó la pollera.
Nada abajo.
Solo piel.
La tanguita había quedado en el auto.
Sergio se la quedó mirando.
—Tenés el cuerpo hecho para el pecado.
Lucía sonrió.
—Y vos la pija perfecta para hacerlo.
La tiró sobre el sillón.
La abrió de piernas.
Y la devoró como si tuviera hambre hace años.
Lengua, dedos, mordidas suaves.
Lucía se arqueaba.
Le tiraba del pelo.
Le decía “ahí, ahí, no pares”.
Cuando la sintió temblar, se subió encima.
—¿Estás lista?
—No.
Estoy desesperada.
Y se la metió.
Firme.
Hasta el fondo.
Sin apuro, sin aviso.
Lucía gritó.
Se le cortó el aire.
Pero no pidió que pare.
Sergio la cogía con ritmo parejo, con fuerza, con esa respiración caliente que le quemaba el cuello.
—¿Eso querías, zorrita?
—¡Sí! ¡Más!
La puso en cuatro.
Le tiró del pelo.
Le pegó una nalgada que sonó en toda la casa.
—¿Así te gusta?
—¡Así! ¡Así, por favor!
Cuando sintió que estaba por acabar, se sacó.
Lucía se dio vuelta, de rodillas.
Abrió la boca sin que se lo pidiera.
Y lo miró con esos ojos de “haceme mierda”.
Sergio le acabó en la cara.
Toda.
Le chorreaba por la boca, por las mejillas, por la pera.
Y ella se relamió.
Como si fuera el postre.
—¿Y ahora? —le dijo.
Sergio se agachó, le agarró la cara, y le dijo al oído:
—Ahora te voy a llevar a la cama.
Y recién ahí empieza la noche.
Lucía todavía lo tenía en la boca.
Chupaba lento, profundo, como si quisiera que él no cortara nunca el motor.
—Bajate, pendeja —le dijo con la voz grave—. Ya sabés lo que sigue.
Ella obedeció, con la boca mojada y la mirada sucia.
Entraron.
La casa estaba en silencio, con esa oscuridad cómoda de lugar vivido.
Sergio cerró la puerta y la empujó contra la pared con una mano en la cintura.
La besó.
Con hambre.
Con bronca contenida.
Lucía se dejó hacer.
Le gustaba que la manejaran sin pedir permiso.
—Sacate todo —le ordenó.
Ella se sacó el top.
Las tetas le rebotaron con esa mezcla perfecta de juventud y descaro.
Después se bajó la pollera.
Nada abajo.
Solo piel.
La tanguita había quedado en el auto.
Sergio se la quedó mirando.
—Tenés el cuerpo hecho para el pecado.
Lucía sonrió.
—Y vos la pija perfecta para hacerlo.
La tiró sobre el sillón.
La abrió de piernas.
Y la devoró como si tuviera hambre hace años.
Lengua, dedos, mordidas suaves.
Lucía se arqueaba.
Le tiraba del pelo.
Le decía “ahí, ahí, no pares”.
Cuando la sintió temblar, se subió encima.
—¿Estás lista?
—No.
Estoy desesperada.
Y se la metió.
Firme.
Hasta el fondo.
Sin apuro, sin aviso.
Lucía gritó.
Se le cortó el aire.
Pero no pidió que pare.
Sergio la cogía con ritmo parejo, con fuerza, con esa respiración caliente que le quemaba el cuello.
—¿Eso querías, zorrita?
—¡Sí! ¡Más!
La puso en cuatro.
Le tiró del pelo.
Le pegó una nalgada que sonó en toda la casa.
—¿Así te gusta?
—¡Así! ¡Así, por favor!
Cuando sintió que estaba por acabar, se sacó.
Lucía se dio vuelta, de rodillas.
Abrió la boca sin que se lo pidiera.
Y lo miró con esos ojos de “haceme mierda”.
Sergio le acabó en la cara.
Toda.
Le chorreaba por la boca, por las mejillas, por la pera.
Y ella se relamió.
Como si fuera el postre.
—¿Y ahora? —le dijo.
Sergio se agachó, le agarró la cara, y le dijo al oído:
—Ahora te voy a llevar a la cama.
Y recién ahí empieza la noche.
1 comentários - Sergio y la hija de su amigo (+18) (parte 2)