Era la última noche del viaje.
El hotel organizaba una fiesta en la terraza, con música, luces tenues, tragos tropicales y un aire espeso que se pegaba a la piel.
Alejandra se puso un vestido rojo, corto, sin corpiño.
El escote profundo le marcaba el canal entre los pechos.
Estaba radiante, y lo sabía.
Apenas llegó, lo vio.
Él.
El senegalés.
Camisa abierta, musculosa negra debajo, pantalón claro y esa forma de pararse que parecía decir: "yo no tengo apuro, pero cuando llegue mi momento, no voy a perdonar nada."
La música empezó a subir. Algo caribeño, con ritmo marcado, sensual.
Ale se movía entre la gente, con un trago en la mano, fingiendo que no lo buscaba con los ojos.
Pero cuando lo cruzó de frente, él le extendió una mano.
Serio.
Calmo.
Firme.
—¿Bailás?
Ella no contestó.
Solo lo tomó de la mano.
Y el mundo se detuvo.
El primer contacto fue eléctrico.
Él la tomó por la cintura, con la palma entera. No como esos flacos que apoyan los deditos con miedo.
La agarró.
Como si supiera que era suya.
Y empezaron a moverse.
Lento.
Sensual.
Ella con las caderas sueltas, ondulando contra él.
Él marcando el ritmo con el cuerpo, el pecho rozando el suyo, su respiración en el cuello.
En un momento, Ale se giró de espaldas.
Él la tomó desde atrás.
Y ahí lo sintió.
Duro.
Marcado.
Apretado contra su culo.
La pija se le clavaba como una promesa.
No la empujaba.
Solo la dejaba ahí.
Firme.
Presente.
Ale dejó caer la cabeza hacia atrás, apoyándola en su hombro.
Y él, sin hablar, le bajó una mano por la cintura.
La palma le rozó el vientre… y se detuvo justo ahí.
Donde terminaba el vestido.
Donde empezaba su calor.
Nadie decía nada.
Pero el cuerpo de Ale hablaba:
Estaba húmeda.
Temblaba.
Respiraba como si la estuvieran cogiendo con la ropa puesta.
Cuando terminó la canción, él se inclinó y le dijo al oído:
—Tenés que decirme cuándo.
Y ella, sin mirarlo, le respondió:
—Mañana. A la hora que quieras
La habitación estaba oscura, apenas iluminada por la luz de la calle que se colaba por la ventana.
Alejandra abrió la puerta. Iba en bata.
Debajo, nada.
Ni corpiño. Ni tanga.
Solo piel.
Él entró sin decir palabra.
La miró. Cerró la puerta.
Y la apoyó contra la pared.
Le abrió la bata de un tirón.
Los pechos le rebotaron desnudos, perfectos, turgentes.
Él no la besó. No todavía.
Le agarró un pecho con una mano enorme, lo apretó con fuerza, y le mordió el cuello.
La otra mano ya le bajaba por el vientre…
Hasta que la tocó.
Mojada. Abierta.
Lista.
—Estás chorreando —le dijo con la voz gruesa.
Ale no pudo contestar.
Solo gemía.
Se le entregó.
Él la alzó en el aire como si no pesara nada.
La apoyó contra la cama.
Y se desnudó delante de ella.
Cuando le bajó el pantalón, Ale sintió un vuelco en el pecho.
La tenía dura. Larga. Gruesa. Oscura.
La fantasía, ahí. Real. Delante suyo.
—Dámela —jadeó ella, temblando.
Él se acercó, la abrió con los dedos y se la metió entera.
De una.
Hasta el fondo.
Ale gritó.
Se le arqueó el cuerpo.
La pija le ocupaba todo.
Le dolía. Le encantaba.
Sentía cómo la llenaba como nadie. Como nunca.
El la cogía sin piedad.
Con ritmo. Con fuerza.
Cada estocada era un golpe contra las caderas.
Cada embestida le sacudía los pechos.
Le mordía el cuello, le decía cosas al oído en un idioma que no entendía pero que la hacía acabar.
La puso en cuatro.
Le separó las piernas.
Y la partió desde atrás.
Los sonidos de piel contra piel llenaban la habitación.
Ale tenía los ojos cerrados, los labios abiertos, los dedos apretando las sábanas como si se estuviera cayendo al abismo.
—Pedime que pare —le dijo él.
—No.
Nunca. —gimió ella—.
Dame todo. Rompeme si querés… pero no pares.
Él gruñía.
Transpiraba.
Le agarraba los pechos por debajo, le apretaba los pezones, la tiraba del pelo.
Y cuando sintió que se venía, la sacó, la giró y le acabó encima.
Toda.
Cara. Pechos. Vientre.
Ale se quedó tendida, bañada, sonriendo.
—¿Lo soñaste así? —le dijo él.
—No —respondió ella—.
Esto fue mejor. Mucho mejor.
El hotel organizaba una fiesta en la terraza, con música, luces tenues, tragos tropicales y un aire espeso que se pegaba a la piel.
Alejandra se puso un vestido rojo, corto, sin corpiño.
El escote profundo le marcaba el canal entre los pechos.
Estaba radiante, y lo sabía.
Apenas llegó, lo vio.
Él.
El senegalés.
Camisa abierta, musculosa negra debajo, pantalón claro y esa forma de pararse que parecía decir: "yo no tengo apuro, pero cuando llegue mi momento, no voy a perdonar nada."
La música empezó a subir. Algo caribeño, con ritmo marcado, sensual.
Ale se movía entre la gente, con un trago en la mano, fingiendo que no lo buscaba con los ojos.
Pero cuando lo cruzó de frente, él le extendió una mano.
Serio.
Calmo.
Firme.
—¿Bailás?
Ella no contestó.
Solo lo tomó de la mano.
Y el mundo se detuvo.
El primer contacto fue eléctrico.
Él la tomó por la cintura, con la palma entera. No como esos flacos que apoyan los deditos con miedo.
La agarró.
Como si supiera que era suya.
Y empezaron a moverse.
Lento.
Sensual.
Ella con las caderas sueltas, ondulando contra él.
Él marcando el ritmo con el cuerpo, el pecho rozando el suyo, su respiración en el cuello.
En un momento, Ale se giró de espaldas.
Él la tomó desde atrás.
Y ahí lo sintió.
Duro.
Marcado.
Apretado contra su culo.
La pija se le clavaba como una promesa.
No la empujaba.
Solo la dejaba ahí.
Firme.
Presente.
Ale dejó caer la cabeza hacia atrás, apoyándola en su hombro.
Y él, sin hablar, le bajó una mano por la cintura.
La palma le rozó el vientre… y se detuvo justo ahí.
Donde terminaba el vestido.
Donde empezaba su calor.
Nadie decía nada.
Pero el cuerpo de Ale hablaba:
Estaba húmeda.
Temblaba.
Respiraba como si la estuvieran cogiendo con la ropa puesta.
Cuando terminó la canción, él se inclinó y le dijo al oído:
—Tenés que decirme cuándo.
Y ella, sin mirarlo, le respondió:
—Mañana. A la hora que quieras
La habitación estaba oscura, apenas iluminada por la luz de la calle que se colaba por la ventana.
Alejandra abrió la puerta. Iba en bata.
Debajo, nada.
Ni corpiño. Ni tanga.
Solo piel.
Él entró sin decir palabra.
La miró. Cerró la puerta.
Y la apoyó contra la pared.
Le abrió la bata de un tirón.
Los pechos le rebotaron desnudos, perfectos, turgentes.
Él no la besó. No todavía.
Le agarró un pecho con una mano enorme, lo apretó con fuerza, y le mordió el cuello.
La otra mano ya le bajaba por el vientre…
Hasta que la tocó.
Mojada. Abierta.
Lista.
—Estás chorreando —le dijo con la voz gruesa.
Ale no pudo contestar.
Solo gemía.
Se le entregó.
Él la alzó en el aire como si no pesara nada.
La apoyó contra la cama.
Y se desnudó delante de ella.
Cuando le bajó el pantalón, Ale sintió un vuelco en el pecho.
La tenía dura. Larga. Gruesa. Oscura.
La fantasía, ahí. Real. Delante suyo.
—Dámela —jadeó ella, temblando.
Él se acercó, la abrió con los dedos y se la metió entera.
De una.
Hasta el fondo.
Ale gritó.
Se le arqueó el cuerpo.
La pija le ocupaba todo.
Le dolía. Le encantaba.
Sentía cómo la llenaba como nadie. Como nunca.
El la cogía sin piedad.
Con ritmo. Con fuerza.
Cada estocada era un golpe contra las caderas.
Cada embestida le sacudía los pechos.
Le mordía el cuello, le decía cosas al oído en un idioma que no entendía pero que la hacía acabar.
La puso en cuatro.
Le separó las piernas.
Y la partió desde atrás.
Los sonidos de piel contra piel llenaban la habitación.
Ale tenía los ojos cerrados, los labios abiertos, los dedos apretando las sábanas como si se estuviera cayendo al abismo.
—Pedime que pare —le dijo él.
—No.
Nunca. —gimió ella—.
Dame todo. Rompeme si querés… pero no pares.
Él gruñía.
Transpiraba.
Le agarraba los pechos por debajo, le apretaba los pezones, la tiraba del pelo.
Y cuando sintió que se venía, la sacó, la giró y le acabó encima.
Toda.
Cara. Pechos. Vientre.
Ale se quedó tendida, bañada, sonriendo.
—¿Lo soñaste así? —le dijo él.
—No —respondió ella—.
Esto fue mejor. Mucho mejor.
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