Cicatrices Invisibles – Parte 4

Samuel llegó con el cuerpo tenso, la mente atrapada entre el sueño y la realidad. La habitación olía a humedad, a sudor, a algo más. Algo que no era suyo.
Abrió los ojos con lentitud, su pecho subiendo y bajando en una respiración pesada. La vio.
Valeria dormía desnuda sobre la cama revuelta, su piel marcada por huellas que Samuel no había dejado. Su cabello caía sobre la almohada, desordenado, y su respiración era profunda, ajena a la tormenta que rugía en su interior.
Pero no fue su rostro sereno lo que atrapó su atención. Fueron los pequeños destellos plateados sobre sus pezones.
Un piercing en los senos. No, dos.
Samuel la miró. Silencioso. Letalmente tranquilo.
Ella le sonrió con timidez. Intentó tomar su mano.
Pero él no respondió.
El frío metal sobresalía de su piel rosada, perforándola como un recordatorio de lo que había sucedido mientras él no estaba. Samuel tragó saliva, sintiendo el aire volverse espeso.

¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué?
Pero la respuesta ya la tenía frente a él.
El cuerpo de Valeria estaba cubierto de rastros: chupetones oscuros en su cuello, en sus muslos, marcas de dientes en su espalda, su piel brillando con los restos de una noche de excesos.
Y luego, lo vio.
Un condón. Roto. Abandonado en la sábana, aún húmedo, aún testigo de lo que había ocurrido en la cama que alguna vez fue su refugio.
El estómago de Samuel se contrajo, una mezcla de asco, furia y algo más profundo, más oscuro. Un dolor que no había sentido antes.
Pero no reaccionó de inmediato. No la despertó. No gritó. No lloró.
En cambio, la miro con calma, sus pies descalzos tocando el suelo frío. Caminó por la habitación con una lentitud calculada, observando los restos de la noche que había ocurrido en su ausencia. Botellas de licor a medio terminar. Ropa esparcida. Un vaso volcado sobre la mesita de noche.
Y entonces, el aire pareció cortarse cuando la puerta se abrió.
Samuel no tuvo que voltear para saber quién era. Lo sintió.
Al hombre entrando dominando cada espacio que alguna vez le perteneció. Y Valeria, su Valeria, entregándose sin pudor, sin miedo, sin culpa.
Samuel sintió su pecho contraerse. Su piel arder. Su mente fragmentarse.
No era solo deseo. No era solo lujuria. Era traición.
Cerró los ojos, tragándose la rabia que amenazaba con romperlo por dentro.
Debía salir de ahí.
Pero sus piernas no respondieron.
Se quedó. Observó. Escuchó.
Y el infierno se alargó durante toda la noche.
Luego, con la misma tranquilidad con la que había llegado, recogió su camisa del suelo, la deslizó sobre sus hombros y salió sin decir una palabra.
Samuel no lo detuvo.
Se quedó allí, de pie, mirando la puerta cerrarse, sintiendo cómo algo dentro de él se rompía y reconstruía al mismo tiempo.
No era solo infidelidad.
Era descaro.
Era indiferencia.
Era la verdad.
Valeria se movió en la cama, murmurando algo entre sueños. Aún no sabía que él estaba allí, que había visto todo.
Samuel respiró hondo.
Sabía que tenía dos opciones.
Podía despertarla y enfrentarla. Exigir respuestas que ya conocía, escuchar excusas que no cambiarían nada.
O…
Podía marcharse.
Sin ruidos. Sin palabras. Sin darle el placer de saber cuánto lo había destruido.
Se quedó mirando su reflejo en el espejo, preguntándose qué hombre era en ese momento. El que se quedaba… o el que se iba.
El sol comenzó a filtrarse por la ventana. El amanecer traía respuestas.
Y Samuel estaba listo para tomarlas.
Solo se puso de pie, le dio una última mirada y se marchó.


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