Llenándole la garganta de leche a mi suegra

—¡No Guille! ¡Espera, por favor! Te lo puedo explicar.

—No hay nada de lo que hablar, Ana. Yo sé muy bien lo que he visto.

Cerré la puerta con fuerza y me fui de allí corriendo para contárselo todo a mi novia.

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3 horas antes:

Yo vivo con mi novia y trabajo desde casa desde hace tres años.

Tengo una relación normal y muy buena tanto con mi pareja, como con mis suegros.

Mi suegra, Ana, es una mujer que fue madre muy joven y conserva buen cuerpo. Tiene 49 años y se cuida bastante.

No puedo decir lo mismo de su marido, que es el típico bebedor y fumador descuidado. Tampoco es el más amable del mundo que digamos.

Lo cierto es que tenemos una relación de confianza y cordial, y aunque mi novia no esté presente yo entro y salgo de casa de sus padres a mi antojo.

Hasta tengo un juego de llaves.

Todos los días laborables voy yo solo a desayunar a casa de mi suegra, estando su marido fuera por trabajo, al igual que mi novia. Suelo aparecer sobre las 9 y ella me prepara con cariño un café y algo de comer. Siempre me quedo mirándola cocinar porque usa vestidos de estar por casa bastante cortos y con ropa interior sexy debajo.

En conversaciones de familia ha dejado caer muchas veces que ella es una mujer activa y que le gusta mimarse y que la mimen. Su marido no parece pillar nunca ninguna de esas frases directas, pero yo noto cierto picorcillo en mis partes cuando Ana me cuenta eso.

Era un martes por la mañana cuando terminé de desayunar y al levantarme le pregunté que qué tal se le daría el día. Lo hice por educación, porque tampoco me importaba mucho lo que hiciera.

—Voy a terminar de recoger unas cosas aquí en casa y luego quizás vaya al gimnasio un rato.

Yo me fui tranquilo a casa y continué trabajando. Pero en mitad de la mañana quise hacer una compra por internet y al buscar la tarjeta me percaté de que me había dejado la cartera en casa de mis suegros. Volví sin pensarlo y esta vez ni llamé a la puerta. Se suponía que mi suegra estaría en el gimnasio.

Abrí y entré en el salón de la casa buscando mi cartera, pero oí unos ruidos algo raros que venían de una de las habitaciones. Al acercarme un poco ya identifiqué los ruidos: era una mamada. Sonaba el chapoteo de la garganta como bien conocemos.

La puerta de la habitación estaba abierta. Yo pensé que era mi suegro que había vuelto antes de trabajar, pero cuando me quise dar la vuelta para que no me descubrieran oí la voz de otro hombre:

—Ana, ahí hay alguien.

Al ver que no era mi suegro me asomé sin pensarlo y vi la escena: mi suegra, de rodillas en el borde de la cama, tenía agarrada con la mano una p0lla bien venosa de su monitor de gimnasio. Se ve que si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma.

En este caso el gimnasio fue hacia mi suegra. Hacia su boca, para ser exactos.

En ese momento me giré y me fui corriendo.

—¡No Guille! ¡Espera, por favor! Te lo puedo explicar.

—No hay nada de lo que hablar, Ana. Yo sé muy bien lo que he visto.

Me fui a casa y me senté en el sofá pensando bien qué hacer. No podía actuar en caliente. Tenía que sopesar las consecuencias antes de contar lo que había presenciado allí.

Pero en esas, la puerta de mi salón se abrió.

Era Ana. Ella también tenía llaves de casa.

Venía llorando a lágrima viva para pedirme perdón. Me suplicaba que no contara nada y me pedía con todas sus fuerzas que entendiera que lo que había visto podía explicarlo.

Me dijo mil tonterías la zorra. Que si mi suegro no la cuidaba lo suficiente, que si se sentía poco querida, insegura... tonterías. Que era una infiel de cojones y ya está.

Yo me mostré serio y firme en mis gestos y no le di ni una pizca de credibilidad.

—Vete, por favor. Tu hija está a punto de llegar de trabajar.

—Guille, te lo suplico, no puedes decirle nada de esto. Vas a destrozar una familia.

—¿Una familia voy a destrozar yo? Una familia has destrozado tú con lo que estás haciendo.

Ana no cedió en su intento y se me acercó hasta el sofá. Se puso de rodillas y apoyando sus brazos en mis piernas me volvió a pedir que no dijera nada. Mágicamente se había situado entre mis dos piernas, sin dejarme cerrarlas, y agarrándome la cintura lloraba con toda su alma sobre mis rodillas. Estaba destrozada.

—Guille por favor...snif... snif... perdóname....snif.... haré lo que me pidas pero perdóname....

Refregaba la cabeza por mis muslos y me daba besos de súplica. Yo llevaba un pantalón corto de gimnasio y nada debajo. La escena me puso caliente y comencé a sentir como se me hinchaba la p0lla.

Ella lo notó. Se calló y empezó a decir con voz baja que la perdonara, entre besos y más besos. Me repitió una vez más que haría lo que fuera, y sin pensarlo más acercó su cabeza a la punta de mi cipote.

Me dio un beso.

Mi suegra me acababa de dar un beso en mi p0lla. Mi reacción marcaría un antes y un después en mi vida. Tomé el camino del hombre: le acaricié la cabeza, dándole luz verde para "ser perdonada".

Me miró con los ojos aún rojos del llanto pero con un gesto de felicidad y calma. De un movimiento sacó mi p0lla del pantalón y se la metió hasta la garganta. Aguantó ahí 3 segundos y al sacársela dijo con la boca ensalivada:

—Gracias. Te quiero.

Me puse como el acero de duro en ese momento. Ella volvió a metérsela de nuevo otros 3 segundos. Y luego otros 3. Era un juego. Era una maestra de la mamada. Y cada vez que lo hacía se me hinchaba más y más. Me iba a reventar.

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Si pude aguantar más de 5 minutos fue porque le pedí descansos durante la comida que me estaba dando. Me lamía los huevos y jugaba con ellos hasta que yo le volvía a dar la señal para que siguiera succionando.

Estuvo unos minutos así hasta que mi cuerpo no podía más y reventó en su boca. Un torrente de semen le cayó en la garganta y sin miramientos se metió mi tronco de carne hasta el fondo de nuevo. Una garganta profunda que me dejó tiritando hasta que descargué por completo.

Antes de sacársela cerró los labios fuertemente y comenzó a tragar a la vez que liberaba poco a poco mi pene. Daba como mordiscos con los labios, intentando sacar de mi conducto hasta la última gota de leche. Cuando terminó de descorcharla pasó su mano de nuevo a modo de escurridera y sacó una gotita más. Su premio. Lo besó y aspiró con cariño, me lamió la base y los huevos un poco más y se despidió con otro beso en mi glande.

—Gracias. —Me repitió.

—Supongo que ya no hace falta que cuente nada. —Dije yo.

No volví a desayunar con ella hasta el sábado, en familia. Fue un día normal y corriente con risas y disfrutando del buen clima que había en esa casa. Cuando nos quedamos a solas en la cocina unos minutos, mi suegra cogió el bote de leche condensada de la mesa para guardarlo y con su dedo limpió la gotita que sobraba.

Se la llevó a la boca y me miró fijamente al tragarla.

—Me encanta. —Dijo ella.

—Y a mí. —Dije yo.

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