El olor a café

María despertó con los primeros rayos de sol que se colaban por la ventana de su habitación. Juan, su esposo, seguía sumido en un sueño profundo, ajeno al mundo que despertaba. Con pasos silenciosos, se dirigió a la cocina para preparar el café matutino, pero algo interrumpió su rutina habitual.

Desde la ventana de la cocina, vio al hombre que traía el diario cada mañana. Era un hombre maduro, de brazos fuertes y curtidos por el sol, que desprendía una seguridad en cada movimiento. Su mirada se desvió inevitablemente hacia sus bermudas, donde se insinuaba una virilidad que no pudo evitar notar, grande y prominente, se dibujaba un miembro grueso lo que despertó en María una curiosidad y una sensación que no había experimentado en mucho tiempo.

El hombre, sin percatarse de ser observado, dejó el diario en el buzón con un gesto rutinario pero cargado de una masculinidad que contrastaba con la familiaridad de su matrimonio. María sintió un nudo en el estómago, una mezcla de culpabilidad y fascinación. 

Aquella mañana, el aroma del café se mezcló con el perfume del deseo inexplorado. Mientras Juan dormía, María se quedó unos minutos más en la ventana, observando cómo el repartidor subía a su bicicleta y se alejaba, dejando tras de sí no solo el periódico, sino una serie de preguntas y sensaciones que la acompañarían el resto del día. 

Volvió a la cama con el café en mano, pero la imagen del repartidor, con su virilidad tan evidente, flotaba en su mente, despertando en ella un deseo de aventura y una reflexión sobre lo que realmente anhelaba en su vida cotidiana.


El domingo siguiente, María decidió dejar dormir a Juan un poco más. La casa estaba en silencio, solo roto por el suave ronquido de su esposo. Con un plan en mente, entró al baño y se arregló con un cuidado especial, buscando resaltar su sensualidad.

Se puso un pantalón de pijama clarito que apenas hacía justicia a su figura, dejando visible una tanguita negra que apenas cubría lo esencial, provocando más de lo que ocultaba. La parte de arriba de su pijama, una camiseta de botones, la dejó deliberadamente sin abotonar en los primeros botones, permitiendo que parte de sus senos quedaran expuestos, una invitación silenciosa al deseo.

Con este atuendo, se dirigió a la puerta principal, anticipando la llegada del repartidor de diarios. La luz del sol matutino jugaba con las sombras de su figura, creando un espectáculo de sombras y luces que resaltaba su belleza. 

No pasó mucho tiempo antes de que el sonido familiar de la bicicleta del repartidor se escuchara acercándose. María abrió la puerta justo cuando él se aproximaba, y sus miradas se encontraron. El repartidor, un hombre de brazos fuertes y una presencia imponente, no pudo evitar detenerse un momento más de lo habitual, su mirada recorriendo el cuerpo de María con una mezcla de sorpresa y admiración.

Ella, con una sonrisa coqueta y la confianza de quien sabe el efecto que causa, tomó el diario con un movimiento lento y deliberado, asegurándose de que cada gesto fuera una danza de seducción.


El aroma del café recién hecho impregnaba cada rincón de la cocina de María, escapando seductoramente por la puerta abierta hasta envolver al diariero y a ella en una fragancia que prometía placeres simples pero intensos. El aire mismo parecía cargado de deseo, cada molécula de café era una invitación a la intimidad.

Con una voz que era apenas un susurro, cargado de una sensualidad que no podía ser ignorada, María le preguntó al diariero si le gustaría probar un poco de ese café que tanto olor prometía. Su invitación, tan sutil como el roce de su mano sobre la suya, fue aceptada con una mirada que decía más que cualquier palabra.

El diariero, con un movimiento casi automático, amarró su bicicleta, sus ojos fijos en la figura de María mientras ella se dirigía hacia la cocina. Cada paso que daba revelaba más de esa tanguita negra, la tela fina de su pantalón de pijama delineando cada curva, cada movimiento de sus caderas era una danza de seducción que lo atraía hacia adentro.

En la cocina, el aire estaba cargado de un calor que no solo provenía del café. María se movía con una gracia felina, cada gesto calculado para prolongar la anticipación. Mientras servía el café, sus movimientos eran lentos, deliberados, permitiendo que el diariero viera cómo su cuerpo se inclinaba, cómo la camiseta se abría un poco más, ofreciendo atisbos de su piel.

Le ofreció la taza, sus dedos rozándose en un contacto que fue como una chispa. Se sentaron, pero la distancia entre ellos parecía mínima, el aire entre ellos vibrante con la tensión sexual. Cada sorbo de café era un pretexto para mirarse a los ojos, para deleitarse en la presencia del otro. El diariero no podía apartar la vista de María, de cómo sus labios se posaban en el borde de la taza, de cómo su respiración hacía subir y bajar sus senos apenas cubiertos.

La cocina, antes un espacio de rutina, se había convertido en un escenario de deseo, donde el simple acto de compartir una taza de café se transformaba en un juego de miradas, de roces accidentales, de palabras no dichas pero sentidas. El café, caliente y reconfortante, era solo el principio de lo que podría ser una mañana mucho más interesante.


María sentía cómo su corazón latía con fuerza, casi audible en el silencio cargado de la cocina. La seducción había tenido un efecto indiscutible; la visión de la entrepierna de Roberto, el diariero, se había marcado de manera tan pronunciada que era imposible no notarla. La tela de sus pantalones se tensaba, revelando con crudeza la extensión de su excitación, una erección que no dejaba lugar a dudas sobre el impacto que María había tenido en él.

Roberto, dándose cuenta de la situación y del deseo que había despertado en María, decidió intensificar el juego. Con un movimiento casi imperceptible, se ajustó, asegurándose de que su erección se mostrara aún más evidente, la tela de sus pantalones estirándose al máximo para dejar ver la forma y tamaño de su miembro endurecido. Era una provocación directa, una declaración sin palabras de su deseo por ella.

María, con los ojos fijos en esa imagen tan explícita, sintió cómo su propio cuerpo respondía; su respiración se volvió más profunda, sus pezones se endurecieron bajo la camiseta apenas abotonada, y un calor comenzó a acumularse entre sus piernas. La tensión sexual era casi tangible, el aire de la cocina cargado de la anticipación de lo que podría suceder.

Roberto, con una mirada que prometía mucho más que una taza de café, se acercó un poco más, su mano rozando 'accidentalmente' la de María mientras tomaba su taza, prolongando el contacto. La visión de su erección, ahora tan obvia, era como un imán para los ojos de María, una invitación a cruzar un límite que hasta ahora solo había sido sugerido.

La cocina, antes un lugar de rutinas matutinas, se había transformado en el escenario de una pasión emergente, donde cada gesto, cada mirada, se cargaba de promesas y deseos no expresados pero claramente sentidos.


María estaba envuelta en una oleada de emoción tan intensa que su cuerpo respondía con una pasión desenfrenada. Sentía cómo su humedad empapaba la tanguita, un testimonio palpable de su deseo. 

Roberto, sumido en el placer del momento, se permitió una audacia mayor. Al dejar la taza sobre la mesada, se acercó a ella de una manera que era pura provocación. Su erección, dura y evidente, se apoyó deliberadamente en el muslo de María, justo en esa curva perfecta donde su trasero se encontraba con su pierna. El contacto fue como una descarga eléctrica, un toque que prometía tanto más.

María, al sentir el calor y la firmeza de la erección de Roberto contra su piel, dejó escapar un suspiro que era mitad sorpresa, mitad deseo. El roce fue tan erótico, tan íntimo, que una corriente de placer recorrió su cuerpo. Su respiración se volvió irregular, y sus pezones se endurecieron aún más bajo la tela fina de su camiseta, marcando su excitación.

Roberto, percibiendo la respuesta de María, se demoró en ese contacto, moviendo ligeramente su cadera para aumentar la presión, para explorar más de esa conexión prohibida. La atmósfera de la cocina se cargó de un erotismo palpable; el aire parecía vibrar con la tensión sexual, cada respiración de ambos era un eco del deseo que los consumía.

El olor del café se mezclaba con el de sus cuerpos excitados, creando una fragancia que era casi tan embriagadora como la sensación de su piel contra la otra. En ese momento, la cocina no era solo un espacio de rutina matutina; se había transformado en un sanctasanctórum de sensualidad, donde cada movimiento, cada mirada, era una promesa de un placer que ambos ansiaban explorar.


La tensión en la cocina era casi insoportable, una cuerda invisible que se tensaba con cada respiración. Roberto, con una suavidad que denotaba su deseo pero también su control, empujó suavemente a María hacia abajo, indicándole sin palabras que quería que ella explorara más de él. María, envuelta en el calor de su propia excitación, se dejó llevar, sus labios encontrando el enorme glande de Roberto, que estaba rojo y húmedo de anticipación.

El primer contacto de su boca con su verga fue como una explosión de sensaciones; la piel caliente, el sabor salado de su deseo. María comenzó a introducirlo en su boca, su lengua jugando con el glande, el tamaño enorme llenaba su boca.
Con su lengua empezó a recorrer el largo de esa verga,su vena central parecía tener el grosor del dedo meñique de maría 
Ella seguía la exploración hasta la base del miembro grueso cuando de repente, un ruido los sacó de su trance erótico. Juan, su esposo, estaba despertándose.

En un acto reflejo de urgencia, se separaron rápidamente. María se arregló la ropa con manos temblorosas, intentando volver a la normalidad en cuestión de segundos, mientras Roberto se ajustaba los pantalones, su erección aún visible como un testimonio de lo que casi había sucedido. Sin tiempo para más, se despidieron; Roberto, con una voz que era una mezcla de deseo y promesa, le susurró a María: "El domingo que viene vengo más temprano para terminar lo que empezamos."

Cerró la puerta, dejando a María con una mezcla de alivio por no haber sido descubierta y una frustración sexual palpable. Juan apareció en la cocina, sus ojos aún cargados de sueño. María, intentando disimular su agitación interna, ofreció café a su esposo, pero su mente estaba lejos, aún saboreando el momento prohibido con Roberto, sus pensamientos y deseos atrapados en el recuerdo de lo que había estado a punto de suceder.

El olor a café volvió a inundar el ambiente solo que ahora solo estaba su esposo.Pero existía la promesa que el domingo siguiente habría un café más interesante 

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