Calientes Cuentos de Navidad!

Calientes Cuentos de Navidad!


Adornando el árbol
El abuelo de Berta era un hombre de pocas palabras pero corazón afable. Aderita, su nieta, ayudaba a adornar el árbol de Navidad del porche y él le sujetaba la escalera, le iba pasando adornos y le contaba historias de cuando era joven.
—¡Pásame otra bola abuelo! —dijo la nieta.
—Aquí la tienes querida nieta —dijo el abuelo.
—Vale y otra guirnalda —dijo la nieta.
—Muy bien allá va —dijo el abuelo.
El afable anciano sujetaba la escalera cuando miró hacia arriba y vio que la nieta estaba en lo más alto de la escalera. Allí sus leotardos eran perfectamente visibles cuando Aderita notó que se le escapaba un poco de pipí.
—¡Oh abuelo, necesito bajar! —dijo esa apresuradamente y aunque intentó bajar rápido para que no se escapase, lo cierto es que resbaló y menos mal que su abuelo estaba justo debajo y la pudo coger antes de que llegase al suelo.
La sujetó por su pequeño culito, pero aún así terminó cayendo sobre él y casi lo tira de espaldas cuando este la cogió por la cintura y terminó con ella en brazos.
—¡Oh abuelo! ¡Creo que me lo hago encima —le dijo horrorizada.
—Bueno nietecita, hazlo aquí mismo en el patio de atrás en la rejilla, ¡rápido! —le dijo el abuelo.
De forma que Aderita se bajó de sus brazos y rápidamente se subió su falda, se bajó sus leotardos y sus braguitas y se puso en clucllillas aflojando su esfínter para que el pis callese libre.
Mientras tanto el abuelo intentó no mirar pero la curiosidad fue ma´s fuerte que el pudor y vió el culito blanco de su nieta en cuclillas y cómo su aguita amarilla bajaba desde su chochito joven hasta el caño por donde se iba el agua de lluvia de las canales del patio.
—¡Oh abuelo, cuanto pis tenía! —dijo Aderita.
—¡Ya lo creo nietecita! —dijo su abuelo.
—¡No me estarás mirando el culo no abuelo! —dijo de repente su nieta girándose y pillándolo in franati.
—¡Claro que no nietecita! ¿Por quién me tomas?
—¡Vaya me he mojado! ¡Espero que mi madre no se entere, los leotardos son nuevos!
—Vale, ven conmigo —le dijo el abuelo.
Y la llevó dentro a la segunda planta de la casa donde la abuela guardaba su secador de pelo.
—Aprovecha y sécatelo con el secador —le dijo sacándolo de un cajón.
Entonces se lo enchufó y la nieta comenzó a orientarse el chorro hacia dentro de su falda entre sus muslos.
—¡Oh qué calientito! —dijo su nieta.
—¡Me lo imagino! —dijo su abuelo.
—Creo que también me he mojado las braguitas —dijo la nieta.
Y ni corta ni perezosa se bajó leotardos y braguitas y comenzó a secarlos delante de su abuelo en el cuarto de baño.
—¡Oh, creo que debería dejarte que hagas esto en la intimidad! —dijo el abuelo un poco avergonzado pero mirando de soslayo las braguitas blancas bajadas entre los blancos muslos de la nieta por las rodillas.
—¡No pasa nada abuelo! Aún tengo la falda —le dijo y siguió secándoselo.
Así que el abuelo pudo haberse ido pero de nuevo la curiosidad y el morbo le hicieron quedarse a mirar. Era un viejo verde y es algo que está mal visto por lo que trataba de controlarse, pero la nieta parecía captar que a él le gustaba mirar y a ella no le disgustaba enseñar, así que le invitaba a recrearse observándola.
—Antes me has mirado mientras hacía pis, ¿verdad? ¡Confiésalo! —le dijo Aderita.
—Bueno un poco hija, ha sido sin querer, ¡lo confieso! —dijo el abuelo.
—No me importa abuelo, sé que te gusta y a mi no me importa —le dijo—. Incluso creo que aún tengo más pis y voy a hacerlo aquí pero sería una lástima que se desperdiciase, ¿no crees? —le insinuó la nieta.
—¿Oh, que se desperdiciase? ¡Sí sería una lástima! —afirmó el abuelo.
—Bueno pues cierra la puerta y te daré un poquito, ¿quieres?
—¿Tú crees? —preguntó el abuelo.
—¡Claro tonto, vamos ahora que estamos solos!
La propia Aderita cerró y echó el pestillo, luego se quitó los leotardos y las braguitas y le pidió al abuelo que se sentara en el suelo. Incluso le ayudó a sentarse sujetándole un brazo. Acto seguido esta se levantó la falda gruesa de pana y el abuelo pudo ver su poblado monte de venus y cómo una rajita dibujada en aquella maraña de pelitos se marcaba más oscura.
—Venga abre la boca y te daré un poquito.
El abuelo obedeció y la nieta se colocó encima suyo con su falda levantada y apuntando por intuición soltó unos cuantos chorritos de pis que fueron a aparar en su mayor parte a la boca de su abuelo.
—¿Está rico abuelo? —le preguntó retirándose.
—¡Oh nietecita esto es mejor que el vino! ¿Tienes más? —le preguntó el abuelo.
—¡Creo que si voy a intentarlo! —dijo la nieta sonriente.
Entonces se colocó de nuevo y unas gotitas más de pis salieron de su rajita sonrosada.
—Creo que eso es todo abuelo, ¿es suficiente?
—Me hubiese gustado un poco más, espera tal vez si pruebo yo salga un poco más —dijo el abuelo.
Y ni corto ni perezoso el abuelo chupó suavemente su vagina.
—¡Oh abuelo, sí prueba un poco más a lo mejor tengo más pipí! —dijo la nietecita mientras sentía que las piernas le temblaban.
Y el abuelo probó de nuevo, esta vez chupó con más fuerza y su lengua se clavó en su hoyito rascando sus labios vaginales abriéndolos de abajo a arriba.
—¡Oh abuelo, sigue probando porfi!  —le imploró la nieta.
Aquel teatrillo puede parecer extraño pero denotaba familiaridad entre ambos en un juego pícaro y perverso al mismo tiempo en el que ella le daba de beber su pipí y a cambio él le proporcionaba un cunnilingus.
El abuelo ahora cogía su culo y lamía con gusto su vagina mientras la nieta, a estas alturas, se derretía con su cara enterrada en bajo su vagina.
—¡Oh abuelo, cuanto te gusta beber mi pis de mi vagina! ¿Eh? —le decía en tono meloso.
Y el abuelo lamía y comía los restos de pis que pudiesen quedar y de paso bebía sus abundantes jugos y su lengua era tan larga que llegaba a limpiar su ano y saboreaba su hiel en una mezcolanza de placer extremo que con gran deleite degustaba mientras a la nieta le temblaban las piernas cada vez más, se aferraba a su cabeza y ella misma movía sus caderas para restregar su sexo con su boca, su nariz y toda su cara.
Así estuvieron unos minutos hasta que la nieta se corrió en su boca derramando un mar de jugos que el abuelo saboreó hasta la última gota.
—¡Oh abuelo! Creo que tengo más pis para ti ahora —dijo y como si su esfínter hubiese estado conteniéndose hasta el momento se relajó y levantó las compuertas de forma que su chorro impacto directamente en su boca y aunque este bebió con avidez, terminó rebosando por sus comisuras y resbalando por su cuello. El abuelo se afanó en beberse hasta la última gota y aunque se manchó ligeramente la camisa terminó por beberlo todo y limpiar son su lengua la vagina de su nieta.
—¡Oh abuelo, cuanto te gusta mi pis! ¿Verdad? —dijo la pícara nieta.
—¡Ya lo creo nietecita, una bebida de dioses! —dijo el abuelo.
—Vaya, creo que las braguitas las tengo empapadas de pis, será mejor que me las quite o cogeré frío —dijo la dijo la nietecita risueña.
De modo que allí mismo, ante un abuelo expectante la nietecita se desnudó de cintura para abajo, se quitó las braguitas y el abuelo pudo ver su conejo cubierto por suave pelo, estando tentado de acariciarlo pero se contuvo.
—Nietecita, yo me preguntaba si no me darías tus braguitas manchadas con tu pipí, así cuando no estés podré olerte aún —le rogó su abuelo.
—¡Eso es una guarrería abuelo! —dijo la nieta volviéndose a poner los leotardos pero ya sin sus braguitas.
—Lo sé nietecita, ¡qué cosas tengo! No le hagas caso a este pobre viejo —le dijo excusándose.
—Pero no pasa nada abuelo, tampoco es para tanto, quédatelas y que no te las vea la abuela, no vaya a pensar que tienes una amante más joven que ella —dijo la nietecita para sorpresa del abuelo.
Este cogió la prenda y la guardó en el bolsillo de su chaqueta como si fuese un pañuelo en la solapa para que así se fuesen secando, manteniendo la esencia de la nietecita intacta.
 
Volvieron afuera a seguir adornando el árbol y terminaron su trabajo, pero pasaron tanto frío que cuando entraron se refugiaron en el salón de la casa, donde la hoguera ardía.
El abuelo de Aderita echó un par de buenos troncos y estos comenzaron a arder y chisporrotear proporcionando un calor muy agradable.
Cuando se sentó, en un viejo butacón su nieta se sentó en su regazo como solía hacer de pequeña, solo que ahora ya no era una niña sino toda una pequeña mujer, pequeña de estatura pero madura por dentro y en esto que el abuelo, aplastado bajo el peso del culito de la nietecita, sintió que algo se removía en su bragueta…
—¡Ay nietecita, creo que el tenerte aquí encima de mí ha despertado algo ahí abajo! —dijo el abuelo un poco alarmado.
—¿En serio abuelo? —preguntó la nietecita levantándose y palpando ella misma el milagro—. Es verdad, y yo que pensaba que esto ya apenas te servía —dijo la nietecita sorprendida—. ¡Pues nada, esto hay que aprovecharlo!
Y ni corta ni perezosa bajó la bragueta al abuelo y rebuscó en su interior sacando una media erección en forma de salchicha sonrosada que extrajo en el pantalón de pana, luego se bajó sus leotardos y como no llevaba braguitas al sentarse se posó sobre el capuchón de su abuelo.
Aunque aquello no funcionó como esperaban, pues estaba blandita y no la apuntalaba.
—Lo siento nietecita, no hay mucho que hacer con eso al parecer —dijo su abuelo lamentándolo.
—Bueno tal vez si me muevo un poco el frote de mi conejo anime a tu liebre a salir del agujero —dijo la nietecita.
Y dicho y hecho, frotó con su conejo aquella liebre que ya no corría y esta de repente recuperó un brío momentáneo, lo suficiente para que entrase en la madriguera del conejo y allí la nietecita sintiera con regocijo su calor y su tersura.
—¡Ay abuelo qué maravilla! Esta sorpresa no me la esperaba pero me la he encontrado de repente.
Y la nieta siguió moviendo sus caderas y restregándose aquella erección sorpresiva de su abuelo que bajo ella se aferraba a sus caderas y palpaba su tierno culito y se deleitaba con el roce en su capuchón del sexo más exquisito que alguna vez probó.
Entonces entró alguien de la calle, ¡era su tía que venía de la compra cargada de bolsas! Por lo que la nietecita se quedó de repente congelada, allí sentada encima de su abuelo.
—¡Uf qué frío! —dijo la tía al entrar—. ¡Anda si estáis aquí calentitos! —agregó.
—Sí tía estoy aquí con el abuelo, que me está contando historias de su juventud —dijo la nieta sintiendo la dureza insertada en su conejo bajo el peso de su culo sobre su abuelo.
—¿Y no eres muy mayor para sentarte en su regazo? —preguntó la tita.
—¡Oh tita, es que de pequeña siempre lo hacía cuando me contaba cuentos y era por recuperar aquellos viejos recuerdos!
—Bueno nietecita tal vez sea hora de que te sientes tú sola.
—¡No me importa abuelo! Salvo que mi peso te haga daño, ¡espero que no! —dijo su nietecita querida.
—¡Tú no podrías hacerme daño nietecita, pesas como una pluma! —rio el abuelo.
—Bueno voy para la cocina que hay mucho que preparar para la cena —dijo la tía y cogiendo las bolsas pasó a la habitación del fondo, donde la cocina se encontraba.
En ese momento abuelo y nieta recordaron que estaban conectados por allí abajo y la nietecita desatada comenzó a subir y bajar machacando con tremendas ansias los huevos del abuelo.
Con el susto de la cogida por sorpresa de su tía, se habían puesto más cachondos si cabe por lo que con ánimos renovados, la nietecita subió y bajó y se clavó su dura estaca hasta las entrañas.
El abuelo la ayudó cogiéndola por su cintura de abeja, y como si fuese una muñeca hinchable de esas de plástico la usó como un consolador, solo que su interior era de pura seda y ambrosía y así su erección madura despertó con bríos renovados y la folló por unos minutos haciendo las delicias de aquella conejita que tan bien se movía.
En el último momento sacó su verga de su conejo y la puso en su barriguita, donde esta comenzó a soltar unas gotas de blanca leche ante una nietecita que estupefacta miraba para abajo mientras respiraba agitadamente.
—¡Oh abuelo, tu leche es muy espesa!
Y recuperando el aliento la nietecita acarició aquella polla en su último momento de brillo, frotándose sus gotas de leche por su vientre plano. No le importó la pringue pues le excitaba pensar que había conseguido que su abuelo se corriera y el logro merecía que se frotara con su leche como si fuese una crema corporal.
El brillo de aquella experimentada polla fue breve, pues de inmediato comenzó a menguar para volver a su letargo invernal.
Entonces su nietecita se levantó, dispuesta a subirse sus leotardos, cuando una lengua se clavó de nuevo en su conejo, ¡era su abuelo que ansiaba lamer de nuevo su ambrosía!
—¡Oye abuelo, es que no te cansas nunca!
—¡De ti nunca, tú eres como la fuente de la eterna juventud y quiero beberte toda para que tu energía me inunde y otro día puedas levantar lo que ahora duerme! —dijo el abuelo lamiendo su concha y su estrecho ojal.
—¡Ha abuelo, qué limpita me dejas siempre con tu lengua! Pues nada ya puedo subirme los leotardos con lo limpita que me has dejado.
Y así su nietecita se volvió a vestir y como se hacía tarde se despidió de su abuelo con un beso y volvió a su casa donde, probablemente, se daría un baño caliente y se entregaría a acariciar su concha, que tantas atenciones había recibido aquella fría mañana por parte de su cariñoso abuelo.


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