El sol del verano caía a plomo sobre la casa de campo donde Pato me había invitado a pasar una temporada. Apenas poner un pie en aquella propiedad, sentí que el aire era distinto: más denso, más húmedo, casi cargado de un perfume que mezclaba el aroma a frutas maduras con el del pasto recién cortado. Pato era una mujer mayor que yo, no sabría precisar su edad, pero era evidente que sobrepasaba la cuarentena con creces. Sus ojos desprendían esa mirada calculadora y segura de quien ha vivido lo suficiente para saber exactamente lo que desea. Yo, Poro, a mis 19 años, era poco más que un muchacho cargado de hormonas, fascinado con la posibilidad de un verano sin restricciones, sin horarios, sin más reglas que las que ella, con esa elegancia tan suya, quisiera imponer.
La primera tarde transcurrió con aparente calma: Pato me mostró las habitaciones, el enorme ventanal que daba al jardín, la cocina bien abastecida, la piscina de agua tibia por el sol y el pequeño quincho donde podríamos comer al aire libre. Todo resultaba idílico. Sin embargo, cada vez que Pato se movía, el crujido de su ropa, el contoneo sutil de sus caderas y esos escotes estratégicos me provocaban pequeñas descargas eléctricas por la columna. Tenía una blusa blanca casi transparente, dejando entrever la forma de sus pezones oscuros y firmes, erguidos debajo de un sostén de encaje. Cada vez que ella se inclinaba sobre la mesa para mostrarme algún detalle, yo contenía el aliento, sintiendo que mi entrepierna crecía y palpitaba. Ella, por su parte, sonreía con una media sonrisa burlona, consciente de su poder.
El día avanzó entre charla trivial, un almuerzo liviano y paseos por el jardín. Nada extremo sucedió, pero la atmósfera se iba cargando poco a poco, como si alguien fuera subiendo el termostato de la tensión. Hacia el atardecer, Pato decidió darse un baño en la piscina. Se despojó de su ropa mientras yo fingía leer en una reposera. Primero cayó la blusa, luego el pantaloncito corto, dejando ver un bikini negro mínimo, apenas un par de triángulos que contenían lo imprescindible. Tenía las piernas bronceadas y largas, la cadera ancha y firme, pechos generosos que rebotaban suavemente con cada paso. Descalza, con las uñas pintadas de un rojo intenso, se sumergió con un suspiro. El sol arrancaba destellos sobre la superficie del agua, y yo sólo podía pensar en cómo su cuerpo cortaba ese espejo líquido con elegancia felina.
Tras un rato, me llamó con un gesto. “Ven, entra, el agua está deliciosa.” Su voz era ronca, profunda. Podía sentir cómo se me secaba la boca. Me quité la remera y el pantalón de playa, quedándome en un simple short de baño. Me metí al agua, que parecía haber absorbido la esencia de su piel. Noté inmediatamente su cercanía, el modo en que se acercaba para hablarme, la forma en que rozaba su cadera contra la mía, casi imperceptiblemente. Sus pezones endurecidos asomaban apenas bajo la tela mojada. Pato se reía con suavidad, y a mí me ardía la sangre de la vergüenza y el deseo. Nadaba a su alrededor, buscando disimular la erección que pugnaba por manifestarse. Ella sabía, sin duda alguna, lo que provocaba.
La noche llegó con un calor húmedo, las chicharras cantaban y el aroma del asado que Pato preparaba invadía el quincho. Sobre la mesa, una jarra de sangría helada y fruta cortada en trozos tentadores. Pato se había cambiado: vestía un vestido suelto, que colgaba sobre su cuerpo sin sujetadores. Bajo la tenue luz del quincho podía adivinar la silueta de sus pezones a través de la tela. Se sentó frente a mí, cruzando las piernas con displicencia, dejando que la falda se deslizara un poco, mostrando la piel suave de sus muslos. Mientras masticaba la carne con lentitud, me miraba a los ojos, retándome a mantener la compostura. Bebimos, reímos. Y en algún momento, sin decir palabra, ella llevó un pie descalzo hacia mi pantorrilla, acariciándola despacio, ascendiendo con sutil malicia. Sentí un espasmo y estuve a punto de soltar la copa.
Aquella noche dormí mal. O mejor dicho, dormí excitado, caliente, con la polla dura y latente, pensando en su aroma, en su manera de humedecerse los labios, en el temblor leve que se dibujaba en el borde de su sonrisa. Cada detalle era una promesa sucia, una invitación a un juego peligroso. A la mañana siguiente, Pato apareció en la cocina con una bata ligera, muy corta, dejando ver los pliegues de su cuello, el principio de sus pechos y un atisbo de vello oscuro entre sus piernas si uno se atrevía a mirar con la suficiente agudeza. Preparó café y tostadas. Yo tomé asiento frente a ella y nuevamente esa tensión regresó. Hablamos del clima, del campo, de nada importante, mientras mis ojos perseguían cada movimiento de sus manos y mis fosas nasales se llenaban de su perfume, un aroma a flores nocturnas con un trasfondo almizclado.
El día transcurrió con paseos por el campo. Pato me llevó a un monte de árboles frutales donde el silencio era total. Me mostró cómo distinguir las ciruelas maduras, cómo el jugo escurría por el mentón al morderlas. Y allí, en medio de la nada, se acercó con una fruta medio abierta, chorreando su pulpa. “Prueba”, ordenó con un susurro. Cuando acerqué la boca, ella hundió la ciruela en mis labios, haciéndome saborear su dulzura pegajosa. Un hilillo de jugo me cayó por la barbilla, y Pato, en un arrebato, lo lamió con su lengua, lenta y calculadamente. Sentí una ráfaga de calor meciendo mi cuerpo. Cuando quise más, ella se apartó con una sonrisa lasciva. Esa era su forma: encender el fuego y luego dejarlo arder solo.
Cada jornada repetía el juego con variaciones infinitas. Por la tarde decidía leer en el césped, con un pareo casi inexistente, abriendo las piernas lo suficiente para que yo alcanzara a divisar el triángulo oscuro de su sexo. Luego se daba la vuelta, mostrándome su trasero firme, provocándome con miradas por encima del hombro. Por las noches jugaba con la comida, con la bebida, con las conversaciones ambiguas. Su voz se deslizaba como un aceite espeso por mis oídos, y yo, joven e inexperto, ardía de deseo. En la piscina, al día siguiente, se quitó el bikini superior mientras yo estaba debajo del agua, haciendo que al emerger casi me tropezara con sus pechos desnudos. Fingió inocencia, dijo que el broche se había soltado, pero su sonrisa hablaba de un plan minucioso. Sus pezones eran oscuros y tentadores, y mi polla se hinchó con tanta fuerza que tuve que dar la espalda, deseando no tener que salir tan pronto a la superficie. Ella nadó a mi alrededor, rozándome con un muslo, con un brazo, a veces con un pezón duro y descarado, para luego alejarse y posarse en el borde, contemplándome con infinita superioridad.
La casa se había convertido en un escenario de fantasías. Cada rincón hablaba de ella. El sillón del living guardaba el perfume de su colonia y el suave hundimiento de sus nalgas. En el baño, sus bragas colgaban a veces, húmedas, dejando la huella de su aroma íntimo. Una noche, la tentación me superó. Tomé una de esas bragas con encaje, negras, mínimas, me las llevé a la cara y respiré profundo. Olían a su sexo, una mezcla sagrada de sudor, feromonas y el almizcle de su piel. Mi polla se puso dura como una piedra y me masturbé furioso en el baño, imaginándola con la boca entreabierta, gimiendo, mordiéndose el labio. Al terminar, me sentí culpable, pero a la vez más necesitado que nunca. ¿Habría ella dejado esa prenda ahí adrede para que yo la encontrara? No podía saberlo, pero cada fibra de mi ser sospechaba que sí.
Al día siguiente, amanecí con una extraña determinación. Ya había soportado suficiente. Sentía que la tensión me ahogaba, que tenía la masculinidad a punto de estallar, que necesitaba tocarla, saborearla, poseerla. Sin embargo, Pato era maestra en prolongar la agonía. Ese día apareció con un bikini blanco, más mínimo que cualquier cosa que hubiera visto antes. Se colocó aceite bronceador lentamente, pasando sus manos por cada curva, haciendo que un hilillo resbalara entre sus pechos. Sus gemidos suaves mientras se masajeaba la piel, esos “mmm” cargados de intención, me tenían al borde de la locura. Yo estaba sentado a pocos metros, fingiendo leer una revista, pero incapaz de concentrarme en otra cosa que no fuese la gota de aceite brillando entre sus pechos.
Por la tarde, Pato decidió que pasearíamos por los bosquecillos cercanos a la casa. Me guió por senderos ocultos, deteniéndose a cada tanto para señalar alguna flor rara o un pájaro que se escuchaba a lo lejos. En uno de esos altos, se acercó tanto a mí que sus pechos rozaron mi brazo. Sentí su aliento tibio en el cuello. “¿Te gusta este lugar?”, preguntó con un tono que en realidad decía: “¿Te gusta este juego?”. Estuve a punto de confesarle que no aguantaba más, que me volvía loco su olor, la forma en que sus pezones se dibujaban contra la tela, su culo tenso, su vello íntimo que a veces se intuía bajo el bikini. Pero me contuve. Era el juego de ella: hacía de mí un animal hambriento, un toro en el ruedo, mientras ella agitaba la capa roja sin dejarme embestir del todo.
Conforme pasaron los días, la casa se llenó de una tensión casi insoportable. Apenas dormía. Por las noches la escuchaba caminar por el pasillo, descalza, con paso suave. A veces, su sombra asomaba por la puerta de mi habitación. A veces, su risa contenida se filtraba por debajo del umbral. Una noche, no resistí más. Me levanté de la cama, con el corazón en la boca, la polla dura en mis calzoncillos, y salí al corredor. La encontré sentada en la sala, con una bata de seda azul marino, las piernas cruzadas, tomando una copa de vino. Me vio llegar y no dijo nada, sólo se humedeció los labios y descruzó las piernas, abriendo una mínima rendija en la tela, mostrándome un destello de sus muslos.
Me acerqué, casi temblando, y me arrodillé frente a ella. Podía olerla, sentir su calor. Sin tocarla aún, la miré a los ojos. Ella se inclinó, tomó mi mentón con una mano firme y me besó. Fue un beso áspero, profundo, que sabía a vino tinto y deseo contenido. Mi mano subió por su pantorrilla, alcanzó su rodilla y luego se atrevió a ascender un poco más. Pato no se opuso, pero antes de que mis dedos encontraran su centro húmedo, apartó mi mano con una firmeza elegante. “Tranquilo”, susurró, “tenemos tiempo.”
Fue así los días siguientes: cada vez me daba un poco más, dejaba que mis manos rozaran sus pechos desnudos, que mi boca probara el contorno de sus pezones duros, que mi lengua lamiera la sal de su clavícula sudorosa. Pero siempre se detenía antes del clímax, negándome la posesión absoluta. Aquello me desesperaba y a la vez me mantenía atado a ella, hambriento, dependiente. Por las mañanas se paseaba desnuda por la habitación contigua, con la puerta entreabierta, dejando que yo vislumbrara su pubis, su vello oscuro recortado con cuidado, la curva perfecta de su trasero. Por las tardes se inclinaba en el jardín, fingiendo recoger algo del suelo, para dejarme ver, fugazmente, el bulto suave de sus labios vaginales marcados a través de la tela fina de su ropa. Cada gesto era una sobredosis de lujuria.
En una ocasión, a la hora de la siesta, me llamó a su habitación. Entré y la encontré sentada en la cama, vestida con un corset de encaje negro que apretaba sus pechos levantándolos hasta casi explotar. Llevaba medias de red y un culote diminuto. Sus piernas se abrían invitándome, la luz de la ventana resaltaba el brillo húmedo de sus ojos. Me acerqué, con el corazón a mil. Ella tomó mis manos y las guió a sus pechos. Los apreté con avidez, sintiendo sus pezones duros contra mis palmas. Sus gemidos fueron animales. Bajé una mano por su vientre, adentrándome entre sus piernas. Noté que estaba mojada, rebosante, cálida. Cuando mi dedo encontró su clítoris, ella arqueó la espalda y se mordió el labio hasta casi hacerse daño. Empecé a acariciarla con lentitud, sintiendo cómo su humedad se deslizaba entre mis dedos. Pero justo cuando mis labios iban a besar su cuello, me empujó suavemente. “No tan rápido”, dijo, “hay más tiempo.”
El verano avanzaba, y mi desesperación también. Ella parecía alimentarse de mi ansiedad, de mi erección constante. A veces caminaba a mi alrededor como una tigresa oliendo a su presa. Me susurraba obscenidades al oído, describiéndome cómo le gustaría sentir mi polla dura partiéndola en dos, o cómo le encantaría verme correrte en su vientre. Me hablaba de mi olor, de mi forma de temblar al tocarla, de las gotas de sudor que se acumulaban en mi frente cuando ella abría las piernas. Me reducía a un esclavo de su erotismo, un siervo sumiso al que tenía a su disposición. Y, sin embargo, yo estaba fascinado. Era un castigo delicioso, una tortura exquisita que no quería terminar, porque el solo pensar en el momento de la rendición absoluta me daba vértigo.
Finalmente, una tarde de cielo nublado, algo cambió. Pato estaba en el sofá del living, completamente desnuda, con las piernas abiertas, masturbándose con calma. Sus dedos se deslizaban por su sexo húmedo y palpitante mientras me miraba fijamente. “Ven aquí”, ordenó. Obedecí sin pensarlo. Me acerqué y ella tomó mi erección a través del pantalón, apretándola, midiendo su dureza. Jadeé. Se deshizo de mi ropa con calma, pieza por pieza, como si desenvolviera un regalo muy esperado. Mi polla quedó libre, enorme, temblorosa. Pato la contempló con un destello de triunfo en la mirada. Sin pedirme permiso, bajó la cabeza y la rodeó con sus labios, dándome una mamada lenta, brutal, cargada de saliva y chasquidos obscenos. Mis gemidos se mezclaron con el sonido de la lluvia que empezaba a golpear contra la ventana.
Cuando me tuvo al borde, se separó, riendo entre dientes. “Ahora me toca a mí”, dijo, subiéndose encima de mí en el sofá, guiando mi verga hacia su interior. Entré en ella con un temblor sagrado, sintiendo su calidez húmeda envolviéndome. Nos movimos con un ritmo antiguo, animal, gimiendo a coro, sudando, mordiéndonos el cuello. Sus uñas se clavaron en mis hombros y yo hundí mis dedos en su culo firme. El sonido de nuestros cuerpos chocando era música sucia, deliciosa. Estuve a punto de correrme varias veces, pero ella se movía con maestría, cambiando el ritmo, deteniéndose un segundo antes de mi orgasmo, hasta que no pude más, y me corrí con un grito ahogado, llenándola. Sentí su sexo contraerse alrededor de mí cuando ella también alcanzó el clímax, temblando con espasmos que parecían interminables.
El final del verano nos encontró extenuados, satisfechos, sonrientes. La tensión había cedido, las provocaciones habían dado fruto. Pato me miraba ahora con otros ojos: ya no era el muchacho torpe que había llegado con la bragueta temblando. Ahora era su amante, su igual en el juego del deseo. Nos quedamos tirados sobre las sábanas, oliendo el perfume del sexo que empapaba la habitación, escuchando la lluvia que se había soltado con furia. Ella me acarició el pecho, dibujando círculos invisibles. “Te dije que teníamos tiempo”, susurró. Yo asentí, agotado y feliz.
Cuando partí de la casa, días después, me llevé el recuerdo imborrable de su cuerpo, de sus gemidos, de sus provocaciones sutiles y feroces. Cada verano que pase volveré a pensar en ella, en la manera en que su piel brillaba al atardecer, en la forma que tenía de prolongar el deseo hasta el límite de la locura. Y en ese momento final, cuando al fin me dejó hundirme en su carne caliente, comprendí que todo había sido una danza perfecta, un cortejo cruel y exquisito que transformó a un joven hambriento en un hombre marcado por el fuego de una mujer madura. Pato, con su aroma y sus maniobras, seguirá viviendo en mis fantasías, susurrándome obscenidades al oído, recordándome el calor abrasador de aquel verano sin restricciones.
La primera tarde transcurrió con aparente calma: Pato me mostró las habitaciones, el enorme ventanal que daba al jardín, la cocina bien abastecida, la piscina de agua tibia por el sol y el pequeño quincho donde podríamos comer al aire libre. Todo resultaba idílico. Sin embargo, cada vez que Pato se movía, el crujido de su ropa, el contoneo sutil de sus caderas y esos escotes estratégicos me provocaban pequeñas descargas eléctricas por la columna. Tenía una blusa blanca casi transparente, dejando entrever la forma de sus pezones oscuros y firmes, erguidos debajo de un sostén de encaje. Cada vez que ella se inclinaba sobre la mesa para mostrarme algún detalle, yo contenía el aliento, sintiendo que mi entrepierna crecía y palpitaba. Ella, por su parte, sonreía con una media sonrisa burlona, consciente de su poder.
El día avanzó entre charla trivial, un almuerzo liviano y paseos por el jardín. Nada extremo sucedió, pero la atmósfera se iba cargando poco a poco, como si alguien fuera subiendo el termostato de la tensión. Hacia el atardecer, Pato decidió darse un baño en la piscina. Se despojó de su ropa mientras yo fingía leer en una reposera. Primero cayó la blusa, luego el pantaloncito corto, dejando ver un bikini negro mínimo, apenas un par de triángulos que contenían lo imprescindible. Tenía las piernas bronceadas y largas, la cadera ancha y firme, pechos generosos que rebotaban suavemente con cada paso. Descalza, con las uñas pintadas de un rojo intenso, se sumergió con un suspiro. El sol arrancaba destellos sobre la superficie del agua, y yo sólo podía pensar en cómo su cuerpo cortaba ese espejo líquido con elegancia felina.
Tras un rato, me llamó con un gesto. “Ven, entra, el agua está deliciosa.” Su voz era ronca, profunda. Podía sentir cómo se me secaba la boca. Me quité la remera y el pantalón de playa, quedándome en un simple short de baño. Me metí al agua, que parecía haber absorbido la esencia de su piel. Noté inmediatamente su cercanía, el modo en que se acercaba para hablarme, la forma en que rozaba su cadera contra la mía, casi imperceptiblemente. Sus pezones endurecidos asomaban apenas bajo la tela mojada. Pato se reía con suavidad, y a mí me ardía la sangre de la vergüenza y el deseo. Nadaba a su alrededor, buscando disimular la erección que pugnaba por manifestarse. Ella sabía, sin duda alguna, lo que provocaba.
La noche llegó con un calor húmedo, las chicharras cantaban y el aroma del asado que Pato preparaba invadía el quincho. Sobre la mesa, una jarra de sangría helada y fruta cortada en trozos tentadores. Pato se había cambiado: vestía un vestido suelto, que colgaba sobre su cuerpo sin sujetadores. Bajo la tenue luz del quincho podía adivinar la silueta de sus pezones a través de la tela. Se sentó frente a mí, cruzando las piernas con displicencia, dejando que la falda se deslizara un poco, mostrando la piel suave de sus muslos. Mientras masticaba la carne con lentitud, me miraba a los ojos, retándome a mantener la compostura. Bebimos, reímos. Y en algún momento, sin decir palabra, ella llevó un pie descalzo hacia mi pantorrilla, acariciándola despacio, ascendiendo con sutil malicia. Sentí un espasmo y estuve a punto de soltar la copa.
Aquella noche dormí mal. O mejor dicho, dormí excitado, caliente, con la polla dura y latente, pensando en su aroma, en su manera de humedecerse los labios, en el temblor leve que se dibujaba en el borde de su sonrisa. Cada detalle era una promesa sucia, una invitación a un juego peligroso. A la mañana siguiente, Pato apareció en la cocina con una bata ligera, muy corta, dejando ver los pliegues de su cuello, el principio de sus pechos y un atisbo de vello oscuro entre sus piernas si uno se atrevía a mirar con la suficiente agudeza. Preparó café y tostadas. Yo tomé asiento frente a ella y nuevamente esa tensión regresó. Hablamos del clima, del campo, de nada importante, mientras mis ojos perseguían cada movimiento de sus manos y mis fosas nasales se llenaban de su perfume, un aroma a flores nocturnas con un trasfondo almizclado.
El día transcurrió con paseos por el campo. Pato me llevó a un monte de árboles frutales donde el silencio era total. Me mostró cómo distinguir las ciruelas maduras, cómo el jugo escurría por el mentón al morderlas. Y allí, en medio de la nada, se acercó con una fruta medio abierta, chorreando su pulpa. “Prueba”, ordenó con un susurro. Cuando acerqué la boca, ella hundió la ciruela en mis labios, haciéndome saborear su dulzura pegajosa. Un hilillo de jugo me cayó por la barbilla, y Pato, en un arrebato, lo lamió con su lengua, lenta y calculadamente. Sentí una ráfaga de calor meciendo mi cuerpo. Cuando quise más, ella se apartó con una sonrisa lasciva. Esa era su forma: encender el fuego y luego dejarlo arder solo.
Cada jornada repetía el juego con variaciones infinitas. Por la tarde decidía leer en el césped, con un pareo casi inexistente, abriendo las piernas lo suficiente para que yo alcanzara a divisar el triángulo oscuro de su sexo. Luego se daba la vuelta, mostrándome su trasero firme, provocándome con miradas por encima del hombro. Por las noches jugaba con la comida, con la bebida, con las conversaciones ambiguas. Su voz se deslizaba como un aceite espeso por mis oídos, y yo, joven e inexperto, ardía de deseo. En la piscina, al día siguiente, se quitó el bikini superior mientras yo estaba debajo del agua, haciendo que al emerger casi me tropezara con sus pechos desnudos. Fingió inocencia, dijo que el broche se había soltado, pero su sonrisa hablaba de un plan minucioso. Sus pezones eran oscuros y tentadores, y mi polla se hinchó con tanta fuerza que tuve que dar la espalda, deseando no tener que salir tan pronto a la superficie. Ella nadó a mi alrededor, rozándome con un muslo, con un brazo, a veces con un pezón duro y descarado, para luego alejarse y posarse en el borde, contemplándome con infinita superioridad.
La casa se había convertido en un escenario de fantasías. Cada rincón hablaba de ella. El sillón del living guardaba el perfume de su colonia y el suave hundimiento de sus nalgas. En el baño, sus bragas colgaban a veces, húmedas, dejando la huella de su aroma íntimo. Una noche, la tentación me superó. Tomé una de esas bragas con encaje, negras, mínimas, me las llevé a la cara y respiré profundo. Olían a su sexo, una mezcla sagrada de sudor, feromonas y el almizcle de su piel. Mi polla se puso dura como una piedra y me masturbé furioso en el baño, imaginándola con la boca entreabierta, gimiendo, mordiéndose el labio. Al terminar, me sentí culpable, pero a la vez más necesitado que nunca. ¿Habría ella dejado esa prenda ahí adrede para que yo la encontrara? No podía saberlo, pero cada fibra de mi ser sospechaba que sí.
Al día siguiente, amanecí con una extraña determinación. Ya había soportado suficiente. Sentía que la tensión me ahogaba, que tenía la masculinidad a punto de estallar, que necesitaba tocarla, saborearla, poseerla. Sin embargo, Pato era maestra en prolongar la agonía. Ese día apareció con un bikini blanco, más mínimo que cualquier cosa que hubiera visto antes. Se colocó aceite bronceador lentamente, pasando sus manos por cada curva, haciendo que un hilillo resbalara entre sus pechos. Sus gemidos suaves mientras se masajeaba la piel, esos “mmm” cargados de intención, me tenían al borde de la locura. Yo estaba sentado a pocos metros, fingiendo leer una revista, pero incapaz de concentrarme en otra cosa que no fuese la gota de aceite brillando entre sus pechos.
Por la tarde, Pato decidió que pasearíamos por los bosquecillos cercanos a la casa. Me guió por senderos ocultos, deteniéndose a cada tanto para señalar alguna flor rara o un pájaro que se escuchaba a lo lejos. En uno de esos altos, se acercó tanto a mí que sus pechos rozaron mi brazo. Sentí su aliento tibio en el cuello. “¿Te gusta este lugar?”, preguntó con un tono que en realidad decía: “¿Te gusta este juego?”. Estuve a punto de confesarle que no aguantaba más, que me volvía loco su olor, la forma en que sus pezones se dibujaban contra la tela, su culo tenso, su vello íntimo que a veces se intuía bajo el bikini. Pero me contuve. Era el juego de ella: hacía de mí un animal hambriento, un toro en el ruedo, mientras ella agitaba la capa roja sin dejarme embestir del todo.
Conforme pasaron los días, la casa se llenó de una tensión casi insoportable. Apenas dormía. Por las noches la escuchaba caminar por el pasillo, descalza, con paso suave. A veces, su sombra asomaba por la puerta de mi habitación. A veces, su risa contenida se filtraba por debajo del umbral. Una noche, no resistí más. Me levanté de la cama, con el corazón en la boca, la polla dura en mis calzoncillos, y salí al corredor. La encontré sentada en la sala, con una bata de seda azul marino, las piernas cruzadas, tomando una copa de vino. Me vio llegar y no dijo nada, sólo se humedeció los labios y descruzó las piernas, abriendo una mínima rendija en la tela, mostrándome un destello de sus muslos.
Me acerqué, casi temblando, y me arrodillé frente a ella. Podía olerla, sentir su calor. Sin tocarla aún, la miré a los ojos. Ella se inclinó, tomó mi mentón con una mano firme y me besó. Fue un beso áspero, profundo, que sabía a vino tinto y deseo contenido. Mi mano subió por su pantorrilla, alcanzó su rodilla y luego se atrevió a ascender un poco más. Pato no se opuso, pero antes de que mis dedos encontraran su centro húmedo, apartó mi mano con una firmeza elegante. “Tranquilo”, susurró, “tenemos tiempo.”
Fue así los días siguientes: cada vez me daba un poco más, dejaba que mis manos rozaran sus pechos desnudos, que mi boca probara el contorno de sus pezones duros, que mi lengua lamiera la sal de su clavícula sudorosa. Pero siempre se detenía antes del clímax, negándome la posesión absoluta. Aquello me desesperaba y a la vez me mantenía atado a ella, hambriento, dependiente. Por las mañanas se paseaba desnuda por la habitación contigua, con la puerta entreabierta, dejando que yo vislumbrara su pubis, su vello oscuro recortado con cuidado, la curva perfecta de su trasero. Por las tardes se inclinaba en el jardín, fingiendo recoger algo del suelo, para dejarme ver, fugazmente, el bulto suave de sus labios vaginales marcados a través de la tela fina de su ropa. Cada gesto era una sobredosis de lujuria.
En una ocasión, a la hora de la siesta, me llamó a su habitación. Entré y la encontré sentada en la cama, vestida con un corset de encaje negro que apretaba sus pechos levantándolos hasta casi explotar. Llevaba medias de red y un culote diminuto. Sus piernas se abrían invitándome, la luz de la ventana resaltaba el brillo húmedo de sus ojos. Me acerqué, con el corazón a mil. Ella tomó mis manos y las guió a sus pechos. Los apreté con avidez, sintiendo sus pezones duros contra mis palmas. Sus gemidos fueron animales. Bajé una mano por su vientre, adentrándome entre sus piernas. Noté que estaba mojada, rebosante, cálida. Cuando mi dedo encontró su clítoris, ella arqueó la espalda y se mordió el labio hasta casi hacerse daño. Empecé a acariciarla con lentitud, sintiendo cómo su humedad se deslizaba entre mis dedos. Pero justo cuando mis labios iban a besar su cuello, me empujó suavemente. “No tan rápido”, dijo, “hay más tiempo.”
El verano avanzaba, y mi desesperación también. Ella parecía alimentarse de mi ansiedad, de mi erección constante. A veces caminaba a mi alrededor como una tigresa oliendo a su presa. Me susurraba obscenidades al oído, describiéndome cómo le gustaría sentir mi polla dura partiéndola en dos, o cómo le encantaría verme correrte en su vientre. Me hablaba de mi olor, de mi forma de temblar al tocarla, de las gotas de sudor que se acumulaban en mi frente cuando ella abría las piernas. Me reducía a un esclavo de su erotismo, un siervo sumiso al que tenía a su disposición. Y, sin embargo, yo estaba fascinado. Era un castigo delicioso, una tortura exquisita que no quería terminar, porque el solo pensar en el momento de la rendición absoluta me daba vértigo.
Finalmente, una tarde de cielo nublado, algo cambió. Pato estaba en el sofá del living, completamente desnuda, con las piernas abiertas, masturbándose con calma. Sus dedos se deslizaban por su sexo húmedo y palpitante mientras me miraba fijamente. “Ven aquí”, ordenó. Obedecí sin pensarlo. Me acerqué y ella tomó mi erección a través del pantalón, apretándola, midiendo su dureza. Jadeé. Se deshizo de mi ropa con calma, pieza por pieza, como si desenvolviera un regalo muy esperado. Mi polla quedó libre, enorme, temblorosa. Pato la contempló con un destello de triunfo en la mirada. Sin pedirme permiso, bajó la cabeza y la rodeó con sus labios, dándome una mamada lenta, brutal, cargada de saliva y chasquidos obscenos. Mis gemidos se mezclaron con el sonido de la lluvia que empezaba a golpear contra la ventana.
Cuando me tuvo al borde, se separó, riendo entre dientes. “Ahora me toca a mí”, dijo, subiéndose encima de mí en el sofá, guiando mi verga hacia su interior. Entré en ella con un temblor sagrado, sintiendo su calidez húmeda envolviéndome. Nos movimos con un ritmo antiguo, animal, gimiendo a coro, sudando, mordiéndonos el cuello. Sus uñas se clavaron en mis hombros y yo hundí mis dedos en su culo firme. El sonido de nuestros cuerpos chocando era música sucia, deliciosa. Estuve a punto de correrme varias veces, pero ella se movía con maestría, cambiando el ritmo, deteniéndose un segundo antes de mi orgasmo, hasta que no pude más, y me corrí con un grito ahogado, llenándola. Sentí su sexo contraerse alrededor de mí cuando ella también alcanzó el clímax, temblando con espasmos que parecían interminables.
El final del verano nos encontró extenuados, satisfechos, sonrientes. La tensión había cedido, las provocaciones habían dado fruto. Pato me miraba ahora con otros ojos: ya no era el muchacho torpe que había llegado con la bragueta temblando. Ahora era su amante, su igual en el juego del deseo. Nos quedamos tirados sobre las sábanas, oliendo el perfume del sexo que empapaba la habitación, escuchando la lluvia que se había soltado con furia. Ella me acarició el pecho, dibujando círculos invisibles. “Te dije que teníamos tiempo”, susurró. Yo asentí, agotado y feliz.
Cuando partí de la casa, días después, me llevé el recuerdo imborrable de su cuerpo, de sus gemidos, de sus provocaciones sutiles y feroces. Cada verano que pase volveré a pensar en ella, en la manera en que su piel brillaba al atardecer, en la forma que tenía de prolongar el deseo hasta el límite de la locura. Y en ese momento final, cuando al fin me dejó hundirme en su carne caliente, comprendí que todo había sido una danza perfecta, un cortejo cruel y exquisito que transformó a un joven hambriento en un hombre marcado por el fuego de una mujer madura. Pato, con su aroma y sus maniobras, seguirá viviendo en mis fantasías, susurrándome obscenidades al oído, recordándome el calor abrasador de aquel verano sin restricciones.
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