De hombre simplón a hembrón de fantasía (Quinta parte III)

De hombre simplón a hembrón de fantasía (Quinta parte III)


Juan me acorraló suavemente contra la gran pared de cristal. Su aliento era cálido, cargado de deseo, y sus manos recorrieron mi cintura, subiendo lentamente el vestido, disfrutando de cada centímetro de piel que quedaba al descubierto. Sus dedos se deslizaban seguros, expertos, apretando mis nalgas con total propiedad, como si fueran suyas por derecho.
Me giró de espaldas para admirar mejor mi figura. El vestido se arrugaba en su puño, subiendo hasta dejar expuesta mi lencería recién estrenada: un conjunto de encaje rojo, tan ajustado y atrevido que parecía hecho para ser admirado bajo esas luces tenues. Noté cómo sus ojos recorrían mis curvas con avidez, deteniéndose en mi trasero y en el encaje que apenas lo cubría.

—Sabía que debajo de esa actitud de niña buena escondías algo así, Josefina… —murmuró con voz ronca, pasando una mano por el contorno de mis caderas, palmeando y luego apretando con más fuerza.

Su boca buscó mi cuello, mordiendo y besando, mientras sus manos se deslizaban por mi vientre y subían hasta mis pechos, apretando suavemente el encaje que los envolvía. Mi respiración se aceleraba, sentía el vértigo de lo inevitable. Ese hombre, que antes no me miraba ni a la cara cuando fui un chico, ahora tenía el poder absoluto sobre este cuerpo nuevo y maldito que tanto placer y humillación me daba.

Mis piernas temblaban de anticipación mientras su boca descendía por mi hombro, dejando rastros húmedos sobre mi piel. Él disfrutaba, me recorría, como si quisiera memorizar cada rincón, cada curva. Su admiración y hambre se sentían tan reales, tan dominantes, que por un instante olvidé todo lo demás: sólo existía ese deseo y ese juego de poder entre sus manos.

Me soltó, dejando una risa burlona en el aire, retrocedio hacia un sofa.

Juan se acomodó en uno de los sillones de cuero, recostado con esa pose arrogante y segura que siempre lo había caracterizado. Su mirada era descarada, oscura, completamente fija en mi cuerpo, disfrutando de tenerme bajo su dominio. El lujo del penthouse contrastaba con la brutalidad de su deseo: las luces bajas, la ciudad brillando a lo lejos tras los ventanales, y yo, de pie frente a él, temblando de anticipación y nervios.

Con un gesto de la mano, como quien ordena a una amante acostumbrada a obedecer, me indicó que me desnudara del todo.
—Linda lencería, pero ahora quiero verte enterita. Sácatela para mí, Josefina —ordenó, su voz grave, llena de autoridad.

Me mordí el labio, sintiendo las mejillas encendidas, y bajé la mirada apenas un instante antes de comenzar. Con movimientos lentos, casi temblorosos, llevé las manos a los tirantes del sostén, deslizándolos por mis hombros. El encaje rojo cayó suavemente, dejando al descubierto mis pezones rosas, erguidos, todavía marcados por el roce de sus dedos. Sentí el aire frío en los pezones y me estremecí bajo su mirada. Juan no perdía detalle, relamiéndose, disfrutando cada segundo de la exhibición.

Llevé entonces los pulgares a la cintura de la tanga, ese hilo rojo tan mínimo y provocador. Bajé despacio, dejando que el encaje rozara mis caderas, deteniéndome apenas para dejarle admirar el contraste entre mi piel blanca y el rojo profundo. Me giré de costado, mostrando mi silueta y mi trasero redondo, antes de dejar que la tanga cayera al suelo, a mis pies, con un gesto casi teatral.

Desnuda, frente a él, me sentía vulnerable y poderosa a la vez. Mi respiración era rápida, los pechos subían y bajaban con cada exhalación. Juan me miraba devorándome con los ojos, su mano acariciando distraídamente el bulto en su pantalón, sabiendo que tenía a su merced a la mujer cuyo cuerpo de hembra lo tenía fascinado y yo, incapaz de negarme, obedecía cada una de sus órdenes.

Los ojos de Juan brillaban con una mezcla de deseo satisfecho y soberbia triunfal. Su mirada recorría mi cuerpo de arriba abajo, sin el menor pudor, como si ya me perteneciera por completo.
—Mírate nada más… —dijo ronco, su voz cargada de lujuria—. No sabes la cantidad de veces que imaginé esto desde que llegaste a mi restaurante, meneando ese culo por las mesas como si estuvieras pidiendo que te agarrara.

Me sentía arder bajo su mirada, vulnerable y completamente expuesta, pero había algo en su dominio que me hacía seguir, sin resistencia. Él estiró los brazos y me sujetó de la cintura, acercándome con un solo tirón. Su fuerza me sorprendió, terminando sentada a horcajadas sobre sus piernas. Sentí su bulto, grueso y duro, presionando directo contra mi sexo húmedo, separado apenas por la fina tela de su pantalón.

Juan soltó una risa breve y satisfecha, como si estuviera disfrutando de un logro largamente esperado. Sus manos, grandes y cálidas, subieron desde mis caderas hasta apoderarse de mis nalgas, amasando con rudeza, apretando y separando mis glúteos con un placer casi animal.
—Esto es lo que yo quería… —susurró en mi oído, su aliento caliente erizándome la piel—. Desde el primer día te quise sentada en mi regazo, obedeciendo. Este culo, estas tetas, esta carita de ángel y cuerpo de diosa. Sabía que no te ibas a resistir.

Hundió el rostro en mi cuello y comenzó a besarme con avidez, lamiendo y mordisqueando la piel, dejando marcas que me hacían gemir de manera involuntaria. Sentí cómo su lengua bajaba hasta mi clavícula, luego subía de nuevo, cada beso más profundo y exigente, reclamando cada centímetro como suyo.

Me aferraba a sus hombros, temblando de anticipación. Sus dedos se deslizaron con maestría por el surco de mis nalgas, apretando y levantándome como si pesara nada.
—Eres mucho más caliente de lo que imaginé… Mueve las caderas para mí —me ordenó, su tono mandón y seguro. No pude evitar obedecer: comencé a frotar mi sexo contra su bulto, moviéndome adelante y atrás, sintiendo el roce que me electrizaba por dentro.

Juan me miraba de cerca, admirando el vaivén de mis pechos, la tensión en mi vientre, el rubor de mis mejillas y el deseo en mis ojos.
—Eso, así, muéstrame lo bien que mueves ese cuerpo —decía con descaro, apretando aún más mis glúteos, separando y juntando, provocando que mi pelvis buscara el contacto con mayor desesperación.

Me levantó apenas un poco para mirarme de frente, luego bajó una mano, rozando sus dedos entre mis labios húmedos, mientras la otra mano seguía controlando mis movimientos sobre él.
—¿Te gusta, ah? ¿Nunca imaginaste que acabarías así, totalmente sumisa para mí? —susurró, besando mi oreja, mordiéndome el lóbulo.

No podía responder, solo gemía y me aferraba a sus hombros, moviéndome como él quería. Juan, cada vez más excitado, besaba mis pechos, los mordía y chupaba con hambre, dejando mi piel marcada, mientras sus manos nunca dejaban de manosear y someter mi cuerpo.

Toda la escena era una mezcla de poder y deseo: yo, sentada desnuda y entregada sobre él, cabalgando su bulto con desesperación, mientras su voz y sus manos me recordaban, una y otra vez, que ahora no era más que su trofeo, la hembra que siempre había querido tener.

Juan se recreaba sin pudor, convertido en el dueño absoluto de mi cuerpo. Sus manos recorrían mi trasero sin descanso, lo apretaban con fuerza, como si quisiera dejar la marca de sus dedos para recordarme a quién pertenecía. Con una habilidad que sólo podía tener un hombre acostumbrado a dominar, me hacía aplaudir las nalgas una y otra vez: las separaba y volvía a juntar con movimientos decididos, disfrutando del sonido carnoso y rítmico que se producía al chocar.

Cada vez que lo hacía, su sonrisa se ensanchaba más, sus ojos brillaban de lujuria y superioridad.
—Así, preciosa… Mira cómo aplauden para mí. Qué espectáculo eres —decía con voz grave, apretando aún más, obligándome a mantenerme firme sobre sus piernas.

El calor de sus palmas contrastaba con el aire fresco del penthouse, y ese vaivén me hacía sentir más humillada y a la vez más deseada que nunca. Notaba cómo su bulto crecía bajo mí con cada movimiento, su respiración se hacía más pesada y ansiosa, y sus manos no cesaban de explorar, acariciar, apretar, separar y volver a juntar mis nalgas una y otra vez.

De pronto, tiró de mí para acercarme aún más a su rostro y me besó con una intensidad que me hizo olvidar el mundo. Su lengua invadía mi boca, jugaba y luchaba con la mía, mientras me tenía totalmente sujeta, sin posibilidad de escapar ni de resistir.
Sus besos eran largos, húmedos, llenos de ansias contenidas. Cuando nos separábamos sólo era para mirarme con ese orgullo dominante, admirando el efecto que tenía sobre mi cuerpo, luego volvía a besarme igual de voraz, empapando mis labios, mordiendo suavemente mi boca y mi mentón.

Mientras una mano seguía jugando con mis nalgas, la otra subía por mi espalda, recorriendo mi piel erizada, apoderándose de mi cintura y mis costados. Cada apretón, cada caricia, era como una orden silenciosa: yo debía complacerlo, bailar para él, ofrecerle todo de mí.

En medio de los besos, su voz se colaba en mi oído:
—Quiero ver hasta dónde llegas, Josefina. Quiero que esta noche me demuestres que todo ese cuerpazo es para mí… —me susurraba, mientras su mano bajaba de nuevo a mi trasero, haciéndolo aplaudir otra vez, con más fuerza, marcando el ritmo de mi entrega.
No podía evitarlo: el placer, la vergüenza y la excitación me atravesaban al mismo tiempo, completamente perdida en el juego de poder que él manejaba a la perfección.

Juan me miró con esa mezcla de hambre y triunfo, y sin dejar de apretarme el trasero me ordenó, con esa voz segura y grave:

—A ver, ven para acá, ponme esas tetotas en la cara… Quiero saborearlas como se debe.

Sentí el rubor subiéndome al rostro, pero igual obedecí. Lentamente me incliné hacia él, soltando el aire mientras mis pechos caían pesados y perfectos frente a su boca. Sus manos subieron a sostenerlos con firmeza, abarcando cada curva, cada centímetro de piel suave.

Sin perder tiempo, enterró su rostro entre mis senos, besándolos ruidosamente, casi con desesperación. Sus labios se cerraban sobre mi pezón y lo succionaba con fuerza, mientras su lengua giraba, saboreando y chupando con total entrega. Luego cambiaba al otro pecho, mordiendo suavemente, besando el contorno, dejando un rastro húmedo que me hacía estremecer.

Entre besos, lamidas y pequeños mordiscos, murmuraba:

—Por fin son míos… Toda esta carne es para mí. Qué espectáculo, Josefina… —volvía a succionar, haciendo chasquidos y sonidos húmedos sin pudor, como si de verdad hubiera estado soñando con ese momento desde que me vio entrar a su restaurante.

Me mantenía inclinada, las manos en sus hombros, sintiendo cómo sus dedos jugaban con mis pezones, estirándolos y apretándolos antes de volver a metérselos en la boca. De vez en cuando los juntaba, apretándolos para enterrarse aún más en mi escote, inhalando mi aroma, completamente entregado a ese deseo que tanto había contenido.

Yo me estremecía en cada chupada, sintiendo el calor y la humedad de su boca, el tirón en mis pezones, y la firmeza de sus manos recorriendo mis pechos y sujetándome con propiedad. No había duda: ahora él era el dueño absoluto de mis tetas, y lo disfrutaba, las devoraba con una mezcla de orgullo y ansias acumuladas. Todo mi cuerpo ardía bajo su boca y su mirada.

Juan no se cansaba de mis pechos, parecía que quería compensar todo el tiempo que los había deseado en silencio. Los chupaba sin descanso, atrapando cada pezón entre sus labios y succionando con un hambre que me arrancaba pequeños gemidos involuntarios. Era como si no pudiera creer que, al fin, tenía esas tetotas enormes y suaves sólo para él.

Sus manos no dejaban de amasar y apretar, separando, juntando, acariciando, disfrutando la firmeza y el peso de cada una. Se los llevaba a la boca de a uno, los lamía de abajo arriba, trazando círculos con la lengua hasta que los pezones se endurecían al máximo. Los mordisqueaba suave y luego los chupaba de nuevo, haciendo ruidos obscenos, relamiéndose de placer.

Yo intentaba recordar mi promesa, la advertencia de Perla, pero era inútil. Cada chupada y cada caricia arrancaba un gemido diferente de mis labios, un jadeo tembloroso que me traicionaba. Me aferraba a sus hombros, sintiendo cómo mi respiración se agitaba y mi cuerpo se rendía. Mis pezones palpitaban bajo su boca y mi espalda se arqueaba buscando más.

Juan se regodeaba en mi reacción. No paraba de elogiarme entre chupadas, murmurando lo deliciosas que eran, lo que haría con ellas cada vez que quisiera. A veces, abría bien grande la boca para engullir casi todo el pezón y parte de la areola, apretando con los labios hasta hacerme estremecer y soltar un gemido más alto. Era como si quisiera dejar marcada cada una, adueñarse por completo de ese par de tetas tan deseadas.

Mis pensamientos se diluían entre el placer y la sumisión. Mi cuerpo ya no recordaba las advertencias, sólo sentía el calor de su boca, el sonido húmedo de su lengua, y el cosquilleo cada vez más intenso en mi interior. Las promesas de resistirme se esfumaban, y sólo quedaba el deseo y el tembloroso goce de ser devorada así, una y otra vez, por el hombre que había jurado nunca complacer.

Juan tomó mis pechos con ambas manos, apretándolos y juntándolos firmemente en el centro de mi pecho. Los acercó a su boca, ansioso, y logró atrapar los dos pezones a la vez entre sus labios. Succionaba con fuerza, disfrutando el sabor y la textura, lamiendo, mordisqueando suave mientras respiraba con avidez.

La sensación me estremecía entera. Sentía la vibración de sus gemidos roncos contra mi piel, sus dientes jugando con los pezones, su lengua alternando entre círculos y chupetones húmedos y sonoros. Yo me derretía, gimiendo bajito, moviéndome encima suyo sin poder evitarlo, mi respiración desbocada.

Debajo de mí, notaba su verga cada vez más tensa y dura dentro del pantalón. El bulto crecía, se marcaba con claridad, presionando mi entrepierna a través de la ropa. Mi propia humedad se multiplicaba, empapando mi tanga, dejando mi sexo sensible y ávido de más.

Sentía cómo mi vulva palpitaba, frotándose involuntariamente contra su erección, buscando alivio, cada roce alimentando aún más mi excitación. Todo mi cuerpo vibraba de deseo y necesidad, mientras Juan no soltaba mis pechos, no dejaba de devorarlos con ansias, totalmente embriagado por mi cuerpo y por el poder que ahora ejercía sobre mí.

Juan soltó mis pechos al fin, jadeando, los labios aún brillosos por mi piel. Sin darme respiro, me sostuvo firme de las caderas y me alzó con facilidad, pegando mi cuerpo al suyo. Sentí su fuerza mientras me cargaba, y de un movimiento me dejó caer sobre la enorme cama, tendida entre las sábanas suaves y perfumadas.

Se paró frente a mí, desabotonando lentamente su camisa y dejándola caer al suelo, revelando su torso trabajado: pecho ancho, abdomen plano, músculos definidos y piel ligeramente bronceada. Bajó la mirada a mi cuerpo mientras desabrochaba el pantalón, lo bajó junto con la ropa interior, liberando por fin su erección.

La verga de Juan era imponente. Grande, recta y gruesa, con un tronco venoso y fuerte. El glande resaltaba: era ancho, de un color morado, con la punta ligeramente asomando el líquido preseminal. Se la sostuvo en la base, la movió levemente y se la sacudió con orgullo, mirándome de reojo, complacido por mi reacción.

—¿Ves lo que me provocas? Así de dura me la pones siempre —dijo, su voz ronca y segura, mientras se la medía en la mano, marcando la forma y el tamaño. Su miembro parecía aún más grande de lo que había imaginado, la cabeza bien definida y gruesa, con ese tono brillante de pura excitación. No dejaba de mostrármela, seguro de sí mismo, orgulloso de tenerme rendida y abierta para él.

Lo vi acercarse a la cama con esa seguridad tan suya, sosteniéndose la verga en la mano. Se subió encima de mí, apoyando una rodilla entre mis muslos, apartando mis piernas con las suyas con la fuerza justa para que se abrieran sin resistencia. Mis muslos temblaban; el aire entre mis piernas era frío, pero mi sexo estaba tibio y húmedo, listo sin que mi mente lo aceptara del todo.

Juan se inclinó sobre mí, quedando su torso musculoso suspendido apenas unos centímetros sobre mis pechos. Sentí el roce de su verga, caliente y palpitante, deslizándose despacio entre mis labios vaginales, de arriba abajo, marcando la entrada, rozando mi clítoris, volviéndome a estremecer. Mi cuerpo vibraba bajo su peso; el corazón me latía salvaje. Era mi primera vez así, sin nada entre su piel y la mía, completamente vulnerable, completamente expuesta. No había condón que defendiera mi fertil cuerpo.

Juan me miró a los ojos, una sonrisa confiada y dominante en su boca. Apoyó la punta de su glande en mi entrada, frotó con lentitud, saboreando el momento, haciéndome esperar —y desearlo, aunque yo luchaba contra ese impulso. Sus manos me sujetaron de las caderas, me sostuvo firme mientras alineaba su verga con mi sexo.

—Tranquila, te voy a hacer sentir delicioso —susurró al oído, su voz grave llenando todo el espacio entre nosotros.

Sentí cómo el glande, grueso y caliente, presionaba mi entrada. Instintivamente, separé más las piernas, ofreciéndome, cediendo. La primera embestida fue lenta, profunda; la punta entró despacio, abriéndome, estirando mi carne palpitante. El placer se mezclaba con un leve ardor, esa sensación nueva y prohibida de ser penetrada al natural, de sentirlo todo, sin filtros ni barreras.

Juan empujó otro poco, su verga deslizándose cada vez más adentro, llenándome, marcando cada centímetro. Mis uñas se clavaron en la sábana. Solté un suspiro ahogado, temblando al sentirme tan completamente ocupada por él, tan llena, tan sometida.

Él gruñía satisfecho, su respiración caliente sobre mi rostro, su verga cada vez más honda en mi interior, frotándose con una libertad que me desarmaba por completo. Y así, piel con piel, por primera vez, me entregué totalmente, estremeciéndome, sin defensa alguna.

Sentirlo así, sin nada entre nosotros, era una experiencia completamente distinta, casi abrumadora. El contacto piel con piel me hacía vibrar, era una electricidad directa y profunda, tan real, tan intensa, que cada movimiento se sentía amplificado. Cuando Juan empujaba su verga desnuda dentro de mí, no sólo sentía la presión, la fricción y el calor, sino también esa textura viva, palpitante, la piel suave de su glande rozando la mía, cada vena marcándose, cada centímetro abriéndose paso con una naturalidad salvaje. No había látex que apagara las sensaciones, ni barrera alguna: era puro, directo, húmedo y cálido, como si su carne y la mía hubieran sido hechas sólo para encajar así.

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 Cada vez que me embestía, podía sentirlo mucho más grande, más real, su calor llenándome, el roce de su piel deslizándose contra mi interior. Cada pulso, cada temblor de su cuerpo se transmitía al mío, y mi vagina reaccionaba, apretando instintivamente, sintiéndome más viva, más sensible. Me estremecía al notar que podía percibir su latido, esa vida recorriendo su cuerpo y traspasándose al mío.

Era un placer crudo, desbordante, tan honesto que hasta mi olor y mi humedad se volvían más intensos. El roce sin filtro, sin ningún obstáculo, hacía que los escalofríos me recorrieran la espalda, sentía sus movimientos hasta el último rincón de mi sexo, cada entrada y salida era una ola de sensaciones, una corriente que me arrastraba y me sumía en una especie de trance.

El peligro, la entrega total, la sensación de vulnerabilidad absoluta, todo eso también jugaba en mi cabeza. Sabía que cualquier cosa podía pasar, y esa mezcla de miedo y placer me tenía aún más excitada, sin control, casi sin voluntad. No podía evitar que mi cuerpo se rindiera, que mis caderas buscaran instintivamente su empuje, que mi pecho subiera y bajara jadeando, los pezones duros, mi cara ardiendo.

Juan me sujetaba con fuerza, sus manos afirmadas en mi cintura, dominando el ritmo y el peso de sus embestidas. Su cuerpo se apretaba contra el mío, sentía mi pecho estrujado contra sus pectorales duros, mis pezones rozando su piel, todo mi cuerpo reducido al vaivén de sus caderas. Cada vez que se hundía en mí, soltaba un gemido grave y satisfecho, orgulloso de cómo me estremecía bajo su dominio. Yo gemía, apretaba los ojos, tratando de no rendirme, pero la fricción cruda y la calidez de su verga me volvían cada vez más sumisa, más suya.

Levantó mi rostro con una mano, obligándome a mirarlo de cerca. Tenía esa sonrisa arrogante y burlona que tanto detestaba cuando era hombre, y ahora la sentía grabada en mi piel.

—¿Viste? Dijiste que jamás me dejarías cogerte… y mira cómo estás, toda abierta para mí, pidiéndo más —se reía, moviendo sus caderas con movimientos profundos, lentos y calculados, como saboreando su victoria. Sentía su verga deslizarse hasta el fondo, y con cada embestida sus palabras me taladraban la cabeza—. ¿Te das cuenta, Josefina? Al final todas caen, hasta las que más se hacen las difíciles. Yo siempre consigo lo que quiero.

Me ruboricé de la rabia y la vergüenza, pero no podía negar la verdad. Mi cuerpo le respondía sin reservas, mis piernas se aferraban a su espalda, mis uñas se clavaban en sus hombros mientras jadeaba y lo sentía llegar más hondo. Mis pechos subían y bajaban, aplastados contra él, y sentía su respiración caliente en mi cuello, sus labios mordisqueándome el lóbulo de la oreja.

—Así me gusta —susurraba entre risas, dándome pequeñas mordidas en el cuello—. Mira esa carita… Tan soberbia antes, tan sometida ahora. ¿Te gusta sentirme así? ¿Te gusta ser mía? Dímelo.

Intentaba resistirme, pero los gemidos se me escapaban, mi cadera buscaba la suya, mi cuerpo era suyo y yo lo sabía.

—Dímelo, Josefina… ¿Quién te tiene como quiere? —apretó su verga más fuerte, empujando hasta hacerme temblar.

—Tú… tú, Juan… —susurré entre jadeos, vencida y completamente rendida a la realidad de ese momento. Su risa baja y triunfante me estremeció, mientras seguía embistiéndome, gozando de cada segundo de su victoria sobre mí.

Aquel cuerpo maldito, que juré jamás le entregaría, ahora era suyo, y él se encargaba de recordármelo con cada movimiento y cada palabra humillante. Y lo peor: mi cuerpo lo disfrutaba más de lo que jamás quise admitir.

La cama crujía bajo nosotros, marcando el ritmo frenético de sus embestidas. Cada vez que Juan se hundía en mi interior, sentía sus caderas chocar con mis muslos abiertos, el golpe seco y húmedo de nuestros cuerpos llenando la habitación. No me daba tregua: entraba y salía sin piedad, marcando su dominio en cada movimiento, empujando con fuerza y seguridad, como si me quisiera romper de placer.

Mis piernas, tan largas y torneadas ahora, se enredaban a sus costados, tratando de sostenerme mientras toda yo temblaba y me arqueaba bajo su peso. Mis manos sólo podían aferrarse a la sábana, a su espalda, a cualquier cosa que me anclara a la realidad y no me dejara perderme en ese océano de sensaciones.

Gemía alto, sin pudor, sin control, con la voz quebrada de deseo y sumisión. Toda resistencia se había desvanecido; sólo podía rendirme a él, dejar que me usara como tanto había prometido, mientras la cama rechinaba y mi cuerpo se entregaba por completo, incapaz de negar lo mucho que me había transformado en su trofeo, su hembra, suya.

Separé aún más mis piernotas, abriéndome para él sin ningún pudor, mientras Juan lo aprovechaba para penetrarme con mayor profundidad y firmeza. Sentía su verga entrando y saliendo con violencia, rozando paredes que me hacían estremecer de placer y humillación. Mis pies, elevados en el aire, se agitaban sin control en cada embestida, los dedos crispándose cada vez que él se enterraba hasta el fondo.

Juan se inclinaba sobre mí, sujetando mi cintura con sus manos grandes, y reía bajito, burlón, al ver cómo me rendía por completo.

—¿Mírate, ah? La que decía que jamás me daría el gusto… mírate ahora, toda abierta para que te la meta como se me antoje. —susurraba junto a mi oído, marcando el ritmo con sus caderas, llenándome una y otra vez—. ¿Te gusta, ah? Sabía que terminarías así, hecha una putita mía.

Yo no podía hacer más que gemir y jadear, mis pechos rebotando bajo su peso, la vergüenza mezclada con el placer, mientras me hundía en la certeza de que él tenía razón. Mi cuerpo ardía, mi mente flotaba, y solo quería más: más de sus embestidas, más de su voz humillándome, más de ese sentimiento de total entrega bajo él.

Me dejé besar, sintiendo su lengua invadiendo mi boca, explorándome y dominándome igual que su cuerpo. Todo mientras seguía penetrándome sin descanso, cada estocada más profunda y firme que la anterior. Su resistencia era asombrosa; ya llevaba varios minutos bombeando sin mostrar el menor atisbo de cansancio. Cada embestida hacía que mi cuerpo temblara bajo el suyo, los gemidos escapando de mis labios mezclados con el calor de su aliento.

Yo, en cambio, me sentía cada vez más débil, estremeciéndome con cada movimiento, las piernas temblorosas y los músculos a punto de rendirse. Mi pecho subía y bajaba agitado, mi mirada se perdía entre la vergüenza y el placer absoluto. Me sorprendía lo fácil que era dejarme llevar, abandonarme a sus besos y su verga, perderme en la sumisión de ser poseída por ese hombre que ahora parecía interminable.


Mi cuerpo no resistió más. Un escalofrío me recorrió desde la base de la columna hasta los pies, mientras un temblor involuntario me hacía apretar las sábanas y arquear la espalda bajo su peso. Gemí ahogada, sintiendo cómo la oleada de placer me arrancaba el aire, las piernas abiertas y flojas, temblando sin fuerzas para cerrarlas. Me derretí bajo él, completamente a su merced.

Juan, en vez de aflojar, soltó una carcajada arrogante. Su rostro se curvó en una sonrisa de suficiencia, orgulloso de verme vencida, satisfecha y sumisa antes de tiempo.
—¿Ya te viniste? —burlón, mientras continuaba embistiéndome, su verga implacable, endurecida al máximo—. Te dije que te iba a dejar temblando, pero todavía me queda mucho para darte, muñeca.

No me daba tregua, ni siquiera me permitía recuperar el aliento. Mis pechos seguían aplastados contra su pecho, mis piernas flojas, abiertas y vulnerables, mientras él seguía firme, sin bajar el ritmo, completamente dueño de la situación. Yo solo podía gemir, perdida entre el placer y la humillación de saberme superada, y aún quedaba mucho más por venir.

Me giró sin esfuerzo, tomándome por la cintura y empujando mi cuerpo hasta dejarme a cuatro patas en medio de la cama. Mi cara se hundió en las sábanas mientras sentía sus manos fuertes separando mis caderas, posicionándome justo como él quería, como si ya no tuviera voluntad propia. Mi trasero quedó bien alzado, temblando de anticipación y aún sintiendo el cosquilleo del orgasmo reciente.

Sin perder tiempo, sentí la presión caliente y húmeda de su pene, duro y palpitante, rozando la entrada de mi vagina. No hubo aviso, ni caricia, ni pausa: me la metió de golpe, llenándome completamente de una sola embestida. Grité de placer y sorpresa, sintiendo cómo me partía en dos, su carne cruda y sin barrera resbalando fácilmente entre mis paredes húmedas.

Juan comenzó a moverse con un ritmo feroz, empujando y sacando su verga sin piedad, haciéndome rebotar hacia adelante con cada metida. El sonido obsceno de nuestros cuerpos chocando se mezclaba con mis gemidos, cada vez más desesperados. Mis nalgas rebotaban contra su pelvis una y otra vez, aplaudiendo rítmicamente cada vez que él aceleraba. Sus manos agarraban mi cintura, clavando los dedos, asegurándose de que no pudiera huir ni un centímetro.

El placer era distinto, más salvaje, más animal. Sentía su cuerpo inclinarse sobre el mío, su aliento caliente en mi nuca, sus palabras sucias y burlonas llenando el aire:
—Así me gusta verte, perra… ¿Ves lo que logré contigo? Mírate, a cuatro patas, regalandome las nalgas, comiéndote mi verga como si fuera lo único que quieres en la vida.

Yo solo podía gemir y empujar hacia atrás, buscando más de esa fricción cruda y adictiva. Me sentía completamente poseída, cada embestida profundizando mi entrega, desarmando lo poco que quedaba de mi resistencia. El colchón crujía bajo nosotros, la habitación llena del sonido de mi sumisión, mientras Juan se deleitaba con cada segundo de mi rendición absoluta.

Mis gemidos se volvieron cada vez más intensos y desvergonzados, ya no me importaba nada. Sentía cómo cada empujón de su verga sin protección me arrancaba palabras que nunca imaginé decir. Entre jadeos y suspiros, me oía a mí misma suplicarle más, pidiéndole que no parara, diciéndole lo rica que me la estaba metiendo.

—¡Ay sí… así… sigue, dame más, qué rico, Juan! —chillaba, mi voz temblorosa y rota por el placer, apenas reconocible para mí misma—. ¡Me encanta, eres un toro, hazme tuya, fóllame más!

Juan soltó una carcajada profunda, disfrutando verme tan sometida. Su tono se volvió más burlón y dominante.

—¿No que nunca ibas a caer, eh? Mira cómo te pones, putita. ¡Sabía que terminarías rendida a mi verga! —decía mientras me embestía aún más fuerte, haciendo que mis nalgas aplaudieran con más violencia.

Me sentía completamente expuesta, mi cuerpo temblando, el sudor resbalando por mi espalda. Me aferraba a las sábanas, la cara contra el colchón, sin poder dejar de gemir ni de pedirle que siguiera. Entre palabras sucias y jadeos, me escuchaba confesar cosas que jamás pensé decir, cada frase más vulgar y sumisa, como si la joya y mi propio cuerpo me estuvieran controlando:

—¡Dame más, por favor! ¡No pares, fóllame, fóllame, que me vuelves loca! —mis palabras solo hacían que él se creciera más, riendo y lanzando comentarios humillantes.

—Eso, así me gusta… Mírate, hecha toda una perra en celo.

Yo, lejos de sentir vergüenza, sólo podía disfrutarlo, saboreando cada embestida y el modo en que me usaba, perdida en el placer brutal de ese momento, sabiendo que ya no había marcha atrás.

Lo sentía completamente adentro, su pene desnudo, duro y palpitante, entrando y saliendo de mí sin piedad. Empecé a mover mis caderas en círculos, agitándome en perfecta sincronía con sus embestidas salvajes. Nuestros cuerpos sudorosos chocaban, piel contra piel, mi culo ofreciéndose y recibiendo cada golpe.

—¡Eso, preciosa, muévete así! ¡Qué rico me meneas ese culote! —gruñía él, aferrándose con más fuerza a mis nalgas, hundiendo sus dedos en mi carne, marcándome como su propiedad.

Yo gemía sin control, mi cabello despeinado cayendo sobre mis hombros, pegado a mi piel húmeda por el sudor. No había duda de que estaba disfrutando demasiado, entregada a ese macho dominante que me poseía sin reparos.

—¡Aaah, sí, Juan! ¡Tu verga me encanta, no pares! —jadeaba, sorprendida de lo vulgar que podía sonar, pero incapaz de detenerme.

Él reía complacido, impulsándose con aún más fuerza, haciéndome rebotar sin descanso, empujando mis límites. Cada vez que su pelvis chocaba contra mis nalgas, sentía una descarga eléctrica recorrer mi columna.

Mi mente estaba nublada por la calentura, olvidando mis promesas y rendida al placer que solo él lograba darme. Sabía que había caído, pero no me importaba. Estaba perdida en ese mar de lujuria, complaciendo a ese hombre que siempre me había despreciado, entregándome con total sumisión.

Lo sentí aferrarse a mis caderas con una fuerza que casi dolía, sus dedos clavándose en mis carnes blandas mientras lanzaba una estocada brutal. Entre mi borrachera y el placer desenfrenado, tardé en darme cuenta de lo que sucedía realmente, hasta que escuché sus gruñidos guturales, salvajes, y sentí cómo su pene se hinchaba violentamente dentro de mi vagina desprotegida.

—¡Uff! ¡Así, preciosa, toma toda esta leche que tanto te guardaba! —jadeaba Juan con voz victoriosa, disparando sin piedad sus espesos chorros de semen directamente en mi fértil vientre.

La conciencia me golpeó de repente, como un balde de agua helada. Sin embargo, mi cuerpo traicionero, dominado por la joya maldita, no hizo más que recibir ansioso ese semen ardiente, absorbiéndolo profundamente. Millones de espermatozoides vigorosos nadaban sin control dentro de mi cuerpo, inundando cada rincón de mi interior con un único objetivo: fecundar mis óvulos, convertirme en madre.

—¡Juan, no… espera, espera! —balbuceé con voz torpe, inútilmente intentando apartarme, demasiado tarde. Mi cuerpo ya estaba sellado con su esencia masculina, incapaz de detener ese flujo caliente y espeso que se adhería a mi interior, reclamándome por completo.

Él se quedó dentro de mí unos instantes más, saboreando la victoria de haber cumplido su deseo más oscuro: tomarme al natural, llenar mi cuerpo fértil con su semilla. Finalmente salió de mí, dejando escapar un hilo grueso de semen que se deslizó lentamente entre mis muslos, marcando mi derrota.

Yo permanecí tendida, jadeante y temblorosa, incapaz de procesar aún lo ocurrido. El alcohol había diluido mis inhibiciones y mis promesas. Ahora, la joya de Afrodita se alimentaba satisfecha, brillando burlona, mientras sentía con desesperación cómo aquella semilla maldita buscaba abrirse camino dentro de mí, intentando arrebatarme incluso mi posibilidad de recuperar mi antigua vida.

—Qué rico te dejé llena, Josefina —susurró Juan satisfecho, acariciando mis nalgas con propiedad, mientras yo, humillada y confusa, apenas podía mantenerme consciente—. Ahora sí que eres completamente mía.

Me quedé unos minutos inmóvil, respirando agitada, mientras sentía ese calor espeso escurriéndose lentamente entre mis piernas. El miedo empezó a mezclarse con la resaca y el placer. No podía dejar de recordar las palabras de Perla: “Tu cuerpo está en ovulación constante, eres un imán para la fertilidad.”

Me incorporé con lentitud, temblando, apretando mis muslos para no sentir cómo el semen bajaba más. Era una sensación abrumadora, humillante, como si mi cuerpo celebrara el desastre. Miré el brazalete y lo odié con todo mi ser; lo sentía arder en mi muñeca, como si brillara satisfecho con lo que acababa de ocurrir.

La preocupación me caló hondo. ¿Y si de verdad quedaba embarazada? El cuerpo que tanto despreciaba por ser débil y deseoso ahora podía dejarme marcada para siempre. Me invadió una angustia nueva, el temor de que ese descuido me atara de forma definitiva a esta maldición. Mientras Juan reía y me acariciaba con orgullo, yo sólo podía pensar en ese semen caliente, espeso y abundante, nadando dentro de mí, buscando cumplir la profecía de la joya.

Todo se esfumó cuando me atrajo a él para volver a comerse mis tetas.

La sensación al succionarme los pezones me dejó aturdida y casi me hizo olvidar el miedo. Juan los devoraba con ansias, apretándolos entre sus labios, lamiendo y mordisqueando, mientras yo sólo podía jadear, sintiendo cómo mi cuerpo volvía a calentarse sin remedio. Me tenía presa, atrapada entre sus brazos y su lujuria. Su boca recorría mis senos, y entre susurros me aseguraba que apenas comenzábamos, que aún tenía mucho por darme, como si mi entrega fuera sólo el primer acto de una larga noche.

Me alzó sin dificultad, sosteniéndome de la cintura y, casi sin darme tiempo a pensar, me colocó encima de él. Sus manos guiaron mis caderas, haciendo que su verga, aún palpitante, se deslizara de nuevo en mi interior, empapada de semen. Apoyada sobre sus muslos, sentía sus manos firmes, su respiración agitada en mi cuello. Me obligó a comenzar a cabalgarlo, moviéndome de arriba a abajo mientras él observaba fascinado cada rebote de mis tetas, cada temblor de mis muslos.

Al principio fui torpe, pero su agarre y sus palabras me empujaban a dar más, a moverme con más decisión, más ritmo, más descaro. Mis nalgas rebotaban fuerte, produciendo un sonido húmedo y sucio con cada caída, y él no paraba de darme indicaciones, de elogiar lo rica que me veía montándolo como una diosa. Sentía su verga llenándome, la mezcla de fluidos resbalando entre mis piernas, y la vergüenza se perdía en medio del calor y el frenesí.

Saltaba sobre él, gimiendo, sudando, perdiendo el control. Las piernas me temblaban, los músculos ardían, y mi pelo suelto caía sobre mi rostro, pegado por el sudor. Él me azotaba el culo, me jalaba de la cintura, y yo sólo podía apretar más fuerte, perderme en la locura de ese momento, olvidando todo excepto el placer y la desesperación de no poder dejar de moverse.

El ritmo se volvía más rápido, más animal, y sentía su verga rozando cada rincón de mi interior, llenándome de nuevo con esa mezcla de peligro y éxtasis, mientras la habitación se llenaba del ruido de nuestra carne chocando y de sus jadeos satisfechos, orgulloso de tenerme cabalgando como su hembra.

Saltando como loca, se me empezó a nublar todo

Me costó abrir los ojos, la luz filtrándose entre las cortinas me hizo doler la cabeza. Sentía el cuerpo pesado, como si la noche anterior hubiese sido solo una borrosa y larga fantasía. Pero la realidad me golpeó de inmediato: estaba desnuda, abrazada al torso de Juan, que dormía profundamente a mi lado, con una mano aún descansando sobre mi cadera, posesiva.

El olor a sexo flotaba en el aire, y la resaca me martillaba el cráneo. Sentí de inmediato mi entrepierna húmeda, pegajosa, aún rebosando el semen espeso que me había dejado. No podía negar que seguía ahí dentro, tibio y denso, recordándome lo que había pasado y lo vulnerable que había sido.

Me aparté con cuidado, tratando de no despertarlo. La culpa y la preocupación me atravesaron al recordar lo que había dicho Perla: mi cuerpo, fértil, en constante ovulación. Cada gota de ese semen era una amenaza, una posibilidad de que mi destino quedara sellado, de una manera tan humillante y definitiva.

Me senté al borde de la cama, mirando el desastre de ropa tirada, intentando recuperar la compostura mientras repasaba, incrédula y avergonzada, los recuerdos confusos y placenteros de la noche anterior.

Me levanté con el cuerpo adolorido y las piernas algo temblorosas. Caminé descalza hacia el baño del penthouse, cuidando no hacer ruido para no despertar a Juan. Cerré la puerta tras de mí y me miré en el espejo: el cabello revuelto, marcas de besos en el cuello, la piel enrojecida y brillante. Una imagen inequívoca de lo que había pasado.

Abrí la llave de la ducha y dejé correr el agua caliente. Me senté en el borde de la tina y abrí mis piernas, sentía el espeso semen deslizándose lentamente fuera de mi cuerpo. Lo lavé con esmero, sintiendo una mezcla de vergüenza y placer residual mientras el agua arrastraba todo rastro de la noche.

Por más que frotaba, sentía que la huella de ese hombre quedaba dentro de mí, imposible de borrar del todo. Cada movimiento me recordaba que, una vez más, mi cuerpo se había rendido a los deseos de otro. Cuando terminé, me envolví en una toalla y me senté un instante en el baño, intentando poner en orden mis pensamientos y, sobre todo, calmar la ansiedad por lo que podía pasar si la maldita joya volvía a hacer de las suyas.

Al salir del baño, con la toalla todavía apretada a mi cuerpo, lo encontré de pie junto a la ventana panorámica, mirando la ciudad como si el mundo le perteneciera. Se giró apenas escuchó mis pasos, sonriendo con ese aire seguro, casi desafiante, que siempre me había sacado de quicio cuando yo era José. Ahora, bajo su mirada, me sentía tan pequeña y vulnerable como nunca.

Me estudió de arriba abajo, recreándose con la vista. Su sonrisa se ensanchó y sus ojos recorrieron descaradamente la curva de mis piernas expuestas, el escote improvisado de la toalla, las marcas que él mismo había dejado en mi piel. Yo, roja de vergüenza, apenas podía sostenerle la mirada. Bajé los ojos, incómoda, sujetando con fuerza la toalla como si pudiera protegerme de su mirada.

—No escondas ese cuerpazo, Josefina. Ya te lo vi entero—dijo, acercándose con pasos tranquilos, casi felinos. Se detuvo frente a mí, tan cerca que sentí su calor y el leve olor a sexo aún flotando en el aire—. Anoche fue increíble… el mejor sexo que he tenido, te lo juro. Jamás imaginé que esa chica recatada que entró conmigo al local era capaz de entregarse así, de dejarse llevar como una verdadera hembra.

Sus palabras me ardían en las mejillas. No sabía si sentirme halagada o humillada. Yo había planeado resistir, pero había terminado completamente rendida, montándolo, gimiendo, sintiendo su semen llenarme por dentro. Me sentía expuesta, como si todo lo vivido estuviera grabado en mi piel y en su memoria.

—Eres toda una diosa, Josefina —continuó, y me acarició el brazo con esa seguridad de macho que sabía perfectamente cómo y cuándo tomar lo que deseaba—. todos te desean en el restaurante. Pero sólo yo pude tenerte así… toda para mí.

Yo apenas susurré un "gracias", sin saber cómo reaccionar ante tanta franqueza. Él río despacio, disfrutando de mi incomodidad.

—Deberías quedarte un rato más… —dijo, y sus manos buscaron mi cintura, atrayéndome hacia él—. Te quiero otra vez antes de que te vayas.

Sentí que, por mucho que intentara negarlo, una parte de mí volvía a arder bajo su mirada. Pero otra, más profunda, se estremecía de culpa y temor por todo lo que eso implicaba.

Yo, todavía avergonzada, le respondí que no podía quedarme, que necesitaba ir urgente a comprar la píldora del día después porque justo estaba en mis días más fértiles. Al decirlo, sentí que la vergüenza me invadía de nuevo, pero él sólo soltó una carcajada, satisfecho, como si todo le hiciera gracia.

—¿Así que estabas en un día peligroso y aún así te dejaste llenar? —se burló, acercándose para darme una palmada en el trasero—. Vaya bombón que eres, pero no te preocupes… Yo te acompaño a la farmacia, y si hace falta, te presto el dinero.

Se sentía seguro de sí mismo, dominando la situación por completo. No le importaba en lo más mínimo haberme dejado en ese apuro, al contrario, parecía disfrutarlo. Yo sólo atiné a vestirme apurada, recogiendo mi ropa interior y poniéndome el vestido a toda prisa.

Él me esperaba en la puerta, con la cartera lista y las llaves de su deportivo en la mano, aún riendo y lanzándome miradas lascivas.

—Vamos, preciosa. Te llevo y de paso te invito a desayunar… o a repetir si te animas después.

Yo sólo quería salir de ahí, evitar más problemas y recuperar algo de control sobre mi vida y mi cuerpo. Pero, aunque no lo dijera, sabía que él estaba orgulloso de tenerme así: su “trofeo”, recién usada y ahora preocupada por no acabar embarazada de su semental.

Le miré fijamente, llena de rabia y vergüenza. —¡No! No quiero nada contigo. Te aprovechaste de mí—, solté, con la voz temblando de indignación. Solo extendí la mano, exigiendo el dinero para irme cuanto antes.

Juan, lejos de tomarse en serio mi enojo, se limitó a reír con esa risa burlona y satisfecha. Me arrojó un fajo de billetes, como si fuera lo más natural del mundo, haciéndome sentir todavía más usada y humillada, como si fuera cualquier cosa menos una persona.

Agarré mi vestido, me lo puse de prisa sin dejar de sentir sus ojos sobre mí. Él no dejaba de mirarme con esa expresión de triunfo, sabiendo que después de lo que pasó ya no podía volver a mirarle ni menos volver al restaurante. No podía soportar la idea de cruzármelo todos los días, sabiendo que me cogió y que me trató como a una cualquiera.

—Renuncio. No vuelvo más—, le dije, tragando el orgullo, con la voz entrecortada. Salí de ahí sin mirar atrás, apretando el dinero en el puño y sintiéndome perdida, rota, como si todo se hubiese salido completamente de control.

Entré en la farmacia, avergonzada, sintiendo las miradas posándose sobre mí debido a lo revelador y ajustado de mi vestido, junto con los tacones que me hacían caminar con un meneo natural, sensual sin quererlo.

Me acerqué al mostrador con la cabeza gacha, nerviosa, mis mejillas rojas de vergüenza. Al levantar la vista, me di cuenta de que quien atendía era un joven farmacéutico, un hombre. Sentí que mis mejillas se encendían aún más. No podía creer que estuviese ahí, a punto de decirle que necesitaba una pastilla porque se habían venido dentro de mí.

—Dis... disculpa...— tartamudeé, casi en susurro.

Él se acercó amablemente, mostrando una sonrisa paciente.

—¿En qué puedo ayudarte?— preguntó cordialmente.

Tomé aire, nerviosa, apretando el dinero en mi mano sudada.

—Necesito... la pastilla del día después— finalmente pronuncié, con la voz temblorosa y las mejillas totalmente encendidas, sintiendo que me delataba con esa simple frase, reconociendo ante ese desconocido que había sido tomada sin protección.

El chico solo sonrió de manera comprensiva, sin hacer más preguntas. Buscó la pastilla, la colocó en una bolsita y me cobró. Yo casi ni lo miré a la cara, sentía un calor intenso de pura vergüenza, como si todos en la farmacia supieran exactamente por qué la compraba y cómo había acabado en esa situación.

Pagué deprisa, recogí la bolsa y salí de ahí lo más rápido que pude, caminando con esos tacones que hacían resonar mis pasos en el piso, como si cada sonido anunciara mi vergüenza al mundo. Afuera, levanté la mano y tomé un taxi, sin mirar atrás.

Me senté en el asiento trasero, apretando la bolsa con la pastilla y el cambio, todo pagado con el dinero que me había dado Juan. Miré por la ventana, con una mezcla de rabia, vergüenza y resignación, mientras el taxi avanzaba por las calles de la ciudad, llevándome de vuelta a mi departamento y a una nueva etapa de mi vida, cada vez más lejos de lo que algún día fui.

Al llegar a casa, lo primero que hice fue cerrar la puerta de golpe, como si así pudiera dejar afuera todo lo que me había pasado esa noche. Caminé directo al baño, sin quitarme aún los tacones, sintiendo el eco de mis propios pasos por el pasillo. Mi corazón latía rápido, entre el miedo y la vergüenza.

Saqué la pastilla de la bolsa, la observé unos segundos, dudando. No quería pensar en lo que había hecho, ni en el dinero que tenía en la mano, ni en el sabor amargo que me quedaba después de todo lo que viví. Abrí el envase, me la metí en la boca y bebí agua con desesperación, tragándola de un golpe, como si así pudiera borrar toda la culpa de mi interior.

Caminé hasta mi habitación, sintiendo el cuerpo pesado y la cabeza a mil por hora. Frente al espejo, me miré un momento: ese vestido apretado seguía marcando cada curva, recordándome cada instante de la noche anterior. No podía soportar tenerlo puesto ni un segundo más. Me lo saqué de un tirón, soltando el cierre y dejándolo caer al suelo. Lo pisoteé al pasar, como si así pudiera desterrar los recuerdos.

Me quedé de pie, solo en ropa interior, mirándome al espejo con una mezcla de rabia, dolor y una tristeza inexplicable. Todo en mí gritaba que algo se había roto, que esa no era la vida que quería, que el precio por ese cuerpo era cada vez más alto. Me senté en la cama, apretando las sábanas entre los dedos, y solté un suspiro largo y tembloroso, intentando encontrar consuelo en la soledad de mi cuarto.

Quería volver a ser yo, aunque fuera solo por un momento.

Encendí los inciensos que me había dado Perla, buscando alguna paz en medio de todo ese torbellino de emociones. El humo comenzó a flotar por la habitación, llenándola de un aroma dulce y pesado, casi sofocante. Me senté sobre la cama, cruzando las piernas, intentando respirar hondo y calmarme, pero apenas cerré los ojos, la voz volvió a aparecer en mi mente.

Era la otra yo, ese reflejo burlón y lascivo que tantas veces se manifestaba en mis peores momentos. La sentía reírse dentro de mi cabeza, disfrutando de mi confusión y vergüenza.
—Te encantó, ¿verdad? —susurraba, su voz pegajosa y tentadora—. Admitelo, fue delicioso sentirte así de usada, de deseada. No tienes por qué resistirte, este cuerpo está hecho para el placer… para dejarse llevar y gozar sin culpa.

La odiaba, y al mismo tiempo, sentía el peso de la verdad en sus palabras. Era como si cada fibra de mi piel recordara el placer, y aunque mi mente luchaba por aferrarse a la cordura, mi cuerpo latía al ritmo de esa nueva naturaleza que no podía controlar.

Me tapé los oídos, pero su risa seguía, susurrándome que no tenía sentido luchar, que esa era mi vida ahora. Y mientras el humo del incienso llenaba la habitación, sentía que mi voluntad se debilitaba otra vez, presa de esa dualidad que no me dejaba en paz.

Me lamentaba, sentada en el borde de la cama, con las manos cubriéndome el rostro mientras el incienso seguía quemándose lentamente a mi lado. Todo había salido exactamente al revés de lo que había planeado. Desde la mañana, mi objetivo era claro: quería estar con Javiera, probarme a mí misma que todavía quedaba algo de mi antigua hombría dentro de este cuerpo maldito. Quizás, en el fondo, pensé que acostándome con una mujer, recuperaría una pizca de esa identidad que tanto anhelaba.

Pero ahora, la amarga realidad me golpeaba con toda su fuerza. No sólo no había logrado estar con Javiera, sino que había terminado peor de lo que nunca imaginé. Mi plan de redención se había transformado en una humillación aún mayor: me vi arrastrada, por ese mismo cuerpo y sus deseos, a los brazos del hombre que más despreciaba. Juan, el tipo que me humilló tantas veces en el pasado, al que juré nunca darle la más mínima oportunidad, fue quien terminó llevándome, dominándome y llenando mi vientre con su semen, justo en el momento más fértil y vulnerable posible.

Me estremecía de rabia, impotencia y vergüenza. No sólo era el asco de haberme dejado someter, sino la profunda humillación de haberme entregado, al final, sin resistencia, como una muñeca caliente y fácil para él. Aquel recuerdo me taladraba la mente: sus manos sujetando mis caderas, su voz burlona celebrando su triunfo, el doloroso orgullo que sentía al saber que se salió con la suya, que me tuvo como tanto quiso.

Había ido en busca de control y sólo conseguí perderlo aún más. Ni siquiera había podido mantener mi promesa de resistir, de ser fuerte y no caer otra vez en las trampas de esa carne siempre ardiente y dispuesta.

Lo peor era esa sensación de derrota total: ya no quedaba nada del hombre que fui, y el cuerpo que ahora habitaba parecía tener sus propias reglas, sus propios antojos. Era como si la joya, esa maldita joya de Afrodita, se burlara de mí desde la muñeca, recordándome una y otra vez que no tenía escapatoria. Y la voz de mi otro yo, tan clara entre el aroma del incienso y la vergüenza, me repetía: “Te guste o no, esto es lo que eres ahora.”

Me eché sobre la cama, apretando los dientes, ahogada en la mezcla de placer residual y repulsión, preguntándome si alguna vez lograría volver a sentirme dueño de mí mismo. Pero por ahora, lo único que sentía  era el peso de la derrota y el ardor de la vergüenza entre las piernas.

El peso de la situación me golpeaba con fuerza. Además de la humillación, ahora volvía a enfrentarme al miedo de no tener dinero. Ya no podía regresar al restaurante: después de lo que pasó con Juan, la sola idea de volver allí, de cruzar miradas, de sentir sus comentarios o sus insinuaciones… era insoportable. Había renunciado, cerrando de golpe una puerta que, por más odiosa que fuera, era la única fuente de ingresos segura que tenía.

Me vi en el mismo punto de partida: de nuevo sin trabajo, con cuentas por pagar, y sintiendo esa presión angustiante de tener que sobrevivir en un cuerpo que parecía atraer problemas. Era el mismo miedo que tuve cuando todo esto comenzó, cuando recién me transformé y terminé teniendo que tragarme el orgullo―y otra cosa más―para pagarle el arriendo a Ernesto.

Ahora, con los ahorros al límite y sin opción clara, el círculo se repetía. Me sentía arrinconada, como si la joya y este cuerpo se divirtieran poniéndome siempre en situaciones donde mi única salida era venderme, humillarme, o depender de hombres que sólo veían en mí una oportunidad para saciarse.

El vacío en el estómago no era sólo hambre o resaca: era ese terror de volver a caer, de tener que buscar otro “favor” para sobrevivir. Y, aunque me juraba a mí misma que no lo haría otra vez, sabía muy bien lo fácil que era ceder cuando la desesperación apretaba, y cuando el cuerpo, maldito traidor, terminaba deseándolo tanto como necesitaba el dinero.

2 comentários - De hombre simplón a hembrón de fantasía (Quinta parte III)

Excelente capitulo. Solo faltaría que lo haga con un hombre más normal para sentir algo de control
Eres un auténtico escritor, todos los detalles y situaciones envuelven al lector y más a los que deseamos ser esa protagonista, eres excelente... Mis fantasias son tuyas y espero por más... Lo deseo...