Mariana la practicante y mis instintos

No sé si fue la forma en que caminaba, o el contraste de su juventud con todo ese protocolo fingido del evento, pero desde el primer momento que la vi, supe que iba a ser un problema. Se llamaba Mariana. Tenía 22, tal vez 23 años. Estudiante de comunicación, estaba haciendo su pasantía en la organización del evento regional de desarrollo sostenible al que me invitaron como expositor.

Lo curioso fue que no la noté al principio. Estaba allí, organizando papeles, ayudando con las acreditaciones… una más entre tantas mujeres jóvenes. Pero ese segundo día, mientras esperábamos para entrar al salón de conferencias, se agachó a recoger un gafete que se le había caído. Usaba unas baletas negras muy básicas, y al agacharse, uno de sus pies se le salió un poco… dejando ver su talón sudado, brilloso, con la marca de la plantilla.

Y no sé… me entró un calor que no tenía nada que ver con el clima de esa ciudad. Me quedé mirándola de reojo. El tobillo delgadito, la forma en que lo frotó contra el otro pie, como quitándose la incomodidad… eso me dejó desconcentrado todo el resto del día.

Al tercer día ya sabía cómo se llamaba, de qué universidad venía y que estaba encargada de acompañar a los conferencistas. Lo supe porque me tocó ella.

—Buenos días, don Andrés —me saludó sonriendo—. Hoy me toca acompañarlo y ayudarle con lo que necesite. ¿Le traigo café? ¿Agua?

—Gracias, Mariana. Café estaría bien.

No me perdía un solo movimiento suyo. Esa sonrisa que le nacía fácil, la forma en que se recogía el cabello en una trenza medio desordenada, y lo mejor… ese caminar descalzo a ratos. Sí, a veces, cuando se sentaba detrás del escenario, se quitaba las baletas y movía los pies como quien no puede con el calor.

Yo, desde donde estaba, fingía revisar papeles. Pero la miraba. Sus pies eran pequeños, de uñas sin pintar, con el color natural de una piel que no ha sido retocada. Me di cuenta que los movía despacito, como masajeándose el arco plantar con los dedos. Y lo peor: el aroma comenzaba a colarse con la brisa del salón cerrado… un olor suavecito, apenas perceptible, como de piel cansada, natural, joven. Me excitaba.

Una vez, la pillé mirándome mientras yo disimuladamente le veía los pies. No dijo nada. Pero la siguiente vez que nos sentamos juntos, cruzó las piernas y dejó uno de sus pies sin calzado, estirado hacia mi lado, como si supiera.

Yo no decía nada. Solo sonreía con disimulo. Hasta que en el último día, después del evento, mientras tomábamos algo en la terraza del hotel con parte del equipo, me dijo en voz bajita:

—¿Siempre le ha gustado mirar los pies?

Me quedé mudo.

—Tranquilo… no lo digo por molestar. Me pareció curioso cómo me mira los míos. No me molesta, ¿sabe?

—Me parecen bonitos —respondí, aún con la voz un poco tensa.

—¿Y no le da curiosidad olerlos? —susurró, sonriendo pícara.

Yo la miré. Esa pregunta no fue casual. No fue un juego. Fue una invitación.

—Sí. Mucha.

—Pues… tengo las baletas mojadas del sudor. No me cambio desde esta mañana. Seguro huelen —dijo, bajando la mirada como si le diera pena, pero dejando ver el pie otra vez, jugando con los deditos en el borde de la chancleta.

Esa noche, en la habitación del hotel, no tuvimos sexo. Pero la escena fue más poderosa.

Se sentó en la cama, quitándose las baletas lentamente, una por una. El aroma se sintió enseguida. Piel joven, cansada, con ese olorcito intenso, íntimo. Me los ofreció sin hablar, estirándolos hacia mí. Yo los tomé, los olí profundamente y ella cerró los ojos, como si le diera cosquillas en el alma.

Le besé los dedos, le pasé la lengua por el arco, la escuché suspirar. Me masturbé solo, al pie de la cama, mientras ella me miraba con una mezcla de ternura y deseo.

Y lo mejor es que al final, me dijo:

—Me gustó… pero no te doy todo todavía. Para eso te toca volver.

Pasaron un par de semanas desde ese evento, y no dejaba de pensar en Mariana. Su forma de estirarme los pies con esa confianza tímida, los gemiditos suaves cuando le pasé la lengua entre los deditos, ese olorcito pegado en mi memoria... Me había dejado vuelto nada. Me metía a bañar y me tocaba recordándola, imaginando ese sudor joven, ese jueguito callado de provocación que manejaba como si lo tuviera en la sangre.

Un día, sin esperarlo, me escribió al WhatsApp.

—“Estoy en la ciudad otra vez. ¿Tomamos algo?”

Esa misma noche pasé a recogerla por donde se estaba quedando. Llegó con una falda larga y una blusa sin mangas, su trenza suelta y ese perfume mezclado con el calor de la calle. Entró al carro y el primer olor que sentí fue el mismo que me había quedado grabado desde el evento: un sudor suavecito, fresco, muy suyo.

Nos tomamos un par de cervezas, hablamos de bobadas. Pero los silencios eran más intensos. Ella se mordía el labio, cruzaba y descruzaba las piernas, y en una, se me acercó al oído:

—Hoy tampoco me he cambiado de ropa interior, por si te interesa… —y se rió, como si fuera un secreto entre nosotros.

Me tuve que acomodar en la silla. La verga se me había parado al instante.

—¿Y eso por qué?

—Porque sabía que ibas a reaccionar así.

Volvimos a mi casa sin tanta vuelta. Al llegar, ella misma se quitó los zapatos apenas entró, como si ya supiera el protocolo. Caminó descalza por el pasillo, con esos pies marcados por el calor, brillosos, y se tiró en el mueble con toda confianza.

—¿Quieres olerlos otra vez? —dijo, levantando un pie y dejándolo sobre mi muslo.

No respondí. Solo acerqué la nariz y me perdí en ese aroma húmedo, a piel viva, a calle, a día largo. Mientras lo hacía, ella se subía la falda lentamente, dejándome ver el borde de un panty color vino, ajustado, con una manchita clara en el centro.

—También huelen… ¿Quieres?

La verga ya me latía. Me incliné y llevé la nariz entre sus piernas. El olor de sus panties era aún mejor: intenso, femenino, con esa mezcla de sudorcito dulce y jugo natural. Me lo dejó oler sin moverse, agarrándome la cabeza con una mano y mordiéndose los labios.

—Mastúrbate —me dijo bajito—. Solo así, sin quitarme nada.

Me abrí el pantalón sin dudar. Tenía la cabeza de la verga ya húmeda. Me pajeaba mientras me restregaba la cara entre sus muslos, pegado a su panty mojado, respirando ese olor que me tenía vuelto un animal.

Mariana se tocaba los pezones por encima de la blusa, con los ojos cerrados, pero sin dejar de mirarme de vez en cuando, como si disfrutara ver hasta dónde me tenía. Yo le besaba los pies entre paja y paja, le chupaba los deditos sudados mientras me terminaba de tocar. Me corrí en la mano, agitado, con la nariz todavía llena de su aroma.

Pero ella no había terminado.

Se subió la falda del todo, se quitó el panty con calma, lo dobló y me lo tiró encima.

—Guárdalo. Para que no me olvides.

Después de eso, me montó encima, y me besó profundo, como si se le hubieran encendido todos los cables. Me cabalgó mojada, jadeando, con sus pezones duros rozándome el pecho. Pero cuando yo le agarré la nalga y le pasé un dedo por atrás, se tensó.

—¿Qué haces?

—Déjame… —le susurré en el oído.

Al principio se resistió, pero le fui acariciando despacio, sin forzarla. Le besé la nuca, le lamí la espalda, y sin dejar de masturbarla con la otra mano, le fui metiendo el dedo con cuidado, suave, untado con su propia humedad.

—Ay hijue… no —gimió, pero ya no se quitaba. Respiraba fuerte. El culo se le movía con cada gemido.

Cuando por fin aceptó, me miró desde arriba y me dijo:

—Hazlo… pero lento. Nunca lo he hecho así.

Y fue una delicia. Su culo apretado, caliente, se fue abriendo mientras ella gemía entre miedo y placer. Yo le hablaba al oído, le decía que se veía divina, que olía rico, que su culo era perfecto. Se vino dos veces mientras la tenía así. Y yo, cuando sentí que ya no podía más, me vine adentro, con ella temblando encima mío.

Después, sin decir mucho, se puso mi camisa, se tiró en la cama y se quedó dormida con los pies encima de mí… sudados, suaves, oliendo a lo que más me gusta.


Me desperté al otro día con el olor de ella todavía en la nariz. Mariana dormía hecha un bollito a mi lado, con una pierna sobre mí y su panty usado enrollado en mi muñeca, como si me lo hubiera dejado a propósito. El cuarto olía a sexo, a piel, a sudor joven, a esa mezcla deliciosa que me tenía adicto a ella.

No quise despertarla, pero ella se movió sola, abriendo los ojos sin apuro, con esa sonrisa cómplice que ya se me había vuelto adictiva.

—¿Te gustó? —me dijo con la voz ronca del sueño.

—Me volviste mierda.

—Entonces prepárate… —susurró, subiendo la pierna por encima de mí hasta que su pie me quedó al lado de la cara—. Todavía están sudaditos.

Me relamí los labios y se los agarré con suavidad. Tenía ese olorcito perfecto: a piel calentada por las sábanas, a cuerpo real, sin exageración. Mariana se sentó en la cama y se subió la camisa hasta el pecho, dejando sus tetas al aire, pezones oscuros, duros, brillando con un poquito de sudor.

—Póntela duro otra vez. Quiero verte tocándote mientras te chupo los dedos de los pies…

No me lo tuvo que repetir. Ella misma se agachó, se llevó uno de mis pies a la boca, y empezó a chuparme los dedos con esa lengua suavecita. Yo me tocaba mirando cómo lo hacía, sintiendo cómo su mano se colaba entre mis piernas para apretarme el culo mientras me masturbaba. Se la tenía parada como un tronco.

—Ven —me dijo de repente, acostándose boca abajo y levantando las nalgas—. Pero esta vez quiero que me lo metas como anoche… pero más fuerte. Ya no me da miedo.

Le abrí las nalgas con las dos manos. El culo lo tenía limpio, morenito, apretado, con ese huequito cerrado que parecía pedirme que lo abriera. Le escupí encima y usé mis dedos para volverlo a preparar. Ella se tocaba la cuca al mismo tiempo, mojada ya sin pena, temblando cuando le metía el dedo por detrás.

—Así… no pares —gemía—. Métemelo ya. Quiero que me lo abras con todo.

La penetré con calma, pero esta vez ella misma empujaba, echando las nalgas para atrás. El culito se le fue abriendo poco a poco, hasta tragarme completo. Gritó bajito, con la cabeza metida en la almohada, pero no me pidió que parara. Todo lo contrario.

—Más, Andrés… métemelo más duro, que me gusta cómo me duele.

Se lo di con ganas, metiendo y sacando la verga entera, haciéndole rebotar ese culo rico contra mis muslos. Le agarré los pies desde atrás, se los besé mientras se la seguía metiendo por el culo, y ella se vino gritando, empapando las sábanas con su jugo. Yo me vine casi al mismo tiempo, adentro de su culo, temblando como si me estuviera desmayando.

Caímos los dos sobre la cama, sudados, jadeando, con las piernas entrelazadas. Ella se puso el panty otra vez, sin limpiarse, y se rió.

—¿Me puedo quedar con tu camiseta?

—Quedate con lo que quieras… pero vas a tener que volver.

—Obvio. Me faltan muchas cosas por probar contigo...

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