Desde aquella primera visita al gym, algo cambió en Ari.
Ella no era de entrenar.
Pero al otro día, se puso las mismas calzas negras y le dijo a Brian:
—¿Vamos al gimnasio?
Él levantó la ceja.
Disimuló la sonrisa.
—¿Te gustó, eh?
—Quiero empezar a entrenar —dijo ella, con cara de nena buena.
Pero el brillo en los ojos decía otra cosa.
Una picardía nueva.
Peligrosa.
Adictiva.
En el gimnasio, él ya estaba.
El maduro.
El de 38.
El que no pedía permiso para mirar.
Y cuando Ari entró, con el culo rebotando en cada paso, la miró otra vez.
Lento.
Como si la recordara.
Como si ya la hubiese probado con la mirada y ahora quisiera más.
Brian lo notó.
Pero no dijo nada.
Solo la observaba a ella.
Cómo se agachaba frente al espejo.
Cómo ajustaba la colita de la calza.
Cómo se tocaba el pelo sabiendo que él estaba ahí, a pocos metros.
Mirando.
Desnundándola en silencio.
Después de una serie, mientras tomaban agua, Brian se acercó a Ari y le habló al oído:
—Estás provocándolo.
Ella se hizo la distraída.
—¿A quién?
—Al del banco de pecho. Te come con los ojos.
Ariadna sonrió.
Pero no negó nada.
Solo le contestó bajito:
—¿Y vos? ¿Te molesta?
Brian tragó saliva.
El corazón le latía rápido.
Pero no de bronca.
—Me calienta —le dijo—.
Más de lo que debería.
Ariadna se le acercó.
Le acarició el cuello con los labios.
Y le susurró:
—Entonces… dejame jugar.


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