Ahí se encontraba José Ángel, inmóvil, de pie ante el dormitorio de su madre. Eran las diez de la noche, no hacía frío, pero él comenzaba a temblar. Las manos le sudaban, le punzaba un poco el corazón, y definitivamente no quería estar ahí. Sin embargo, era como si un espíritu nocturno y acaso malintencionado estuviera apoderándose de él, porque en algún punto se vio obligado a girar la manija de la puerta. Una mujer apareció al otro lado, cubierta de pies a cabeza por una manta delgada.
—¿Mami? —dijo el pequeño, pero no obtuvo respuesta.— ¿Mamá? —dijo otra vez, pero lo único que le dejaba escuchar la noche pacífica era la respiración, algo entorpecida, de la que dormía como un oso en la cama. —¿Sigues despierta, o ya te dormiste? Es que… creo que me duele la cabeza, y vine a ver si… si tú me dabas una pastilla.
Lentamente llegó José Ángel a un costado de la cama, y apartó, con precaución religiosa, la manta del rostro de su madre. Efectivamente, se encontraba absorta en su sueño, tanto, que hasta abría la boca. Tenía los cabellos castaños alborotados; por su frente pasaban un par de arrugas; su nariz era un poco grande, pero, en general, se trataba de una mujer primorosa. El pequeño volvió a llamarla, esta vez con un tono más energético, e incluso sacudió aquellos hombros, pero se quedó en las mismas. Miraba a todas partes, como si le tuviera miedo a algo, o como si estuviera escapando de alguien. Sin más esperar, la extraña fuerza que lo había traído hasta ahora hacía que José Ángel se quitara la ropa, y se hallara completamente desnudo frente a su madre. Su miembro no medía más que un par de pulgadas, ni alcanzaba la anchura de un dedo meñique, pero ciertamente estaba erecto, y duro como la piedra.
—¿Mami? —susurró esta vez.
Su voz fue perdiendo energía. Extendió el brazo izquierdo, apartó un mechón de cabello de la frente experimentada que tenía delante, y terminó de despejarla con el brazo derecho. Al instante, sintió algo parecido a la electricidad subiendo por sus pies y llegando a sus corneas, y casi daba el brinco. Pero no. Silencio absoluto. Las ventanas de la sala habían quedado entreabiertas. Por la casa corría un vientecito de esos dignos de octubre; mes, por cierto, en que el padre del niño se ausentaba por diversos motivos. José Ángel había esperado tanto este momento, con tanto furor, que precisamente esta noche, en que tenía a su completa disposición el rostro de su progenitora, no sabía exactamente cómo empezar. Aunque no por eso las mejillas de doña Dolores dejaron de recibir el calor y el peso del cuerpo del más pequeño y mimado de sus hijos. José Ángel había empezado a frotar suavemente su pene a lo largo del rostro de su rostro. El pánico inicial desaparecía, y se iba apoderando de él el espíritu de la lujuria. Algo tenía la frente agrietada de ella, que hacía que su miembro se estremeciera y se quedara merodeando en la zona.
—Me gusta, mami, me gusta mucho tu linda carita… ¿A ti te gusta mi polla, no es así? Ahora abre la boca, que ahí va el avioncito.
En cada rincón de la casa retumbó un alarido:
—!Ay, mamita!
José Ángel lograba su cometido: su pene se encontraba dentro de la boca de una mujer, y se sentía inefablemente en las nubes.
—Mami, mami, mamá —repetía, y mientras lo hacía, se retorcía como gusano.
Por su parte, Doña Dolores ni se inmutó. Si no fuera porque todavía respiraba, cualquiera diría que estaba muerta. Y es que este sueño tan pesado fue el promotor de tan perverso plan de su hijo. Nada mejor había en el mundo, para él, que estar metiendo y sacando su pene del orificio por donde su madre ingería los alimentos sagrados, o le daba besitos de buenas noches. Se ponía de puntillas, arqueaba la espalda y volteaba los ojos, y la adrenalina corría junto a su sangre.
—¡Qué rica está tu boquita, mamá, y que calentita!
Con ambas manos cogió la nuca de doña Dolores, e hizo presión contra él. La cabeza de su madre ya ni tocaba la almohada, sino que levitaba, mientras su querubín, su pequeño angelito empapaba de su saliva su pene.
Habían trascurrido a lo mejor un par de minutos, pero su éxtasis era tal, que para él había pasado un año.
—¡Trágate… trágate toda mi polla, mamá, que sé que lo quieres!
¿Cómo, cómo era posible que de la boca de un niño de tan solo x años salieran semejantes palabras? Cómo sea, seguro, aquella actividad tan violenta no había surgido solamente de él.
—Zorra, Dolores, eres una zorra barata.
Pronto de la boca de la madre comenzó a emanar una especie de baba viscosa, que al niño se le figuró como la de un perro con rabia. Nada quedaba de aquel sigilo inicial. El sonido pegajoso que se producía al entrar y salir su pene, en lugar de asustarlo, más aceleraban su ritmo. No se dio cuenta en qué momento tuvo pegada la frente de su madre completamente a su ingle, y toda la felicidad de que estaba gozando salió disparada de su cuerpo, en forma de una sustancia muy blanca, abundante, nueva, asquerosa, escapando a chorros del mentón su madre, que tosió y abrió los ojos por fin, pues se estaba ahogando.
—¿Mami? —dijo el pequeño, pero no obtuvo respuesta.— ¿Mamá? —dijo otra vez, pero lo único que le dejaba escuchar la noche pacífica era la respiración, algo entorpecida, de la que dormía como un oso en la cama. —¿Sigues despierta, o ya te dormiste? Es que… creo que me duele la cabeza, y vine a ver si… si tú me dabas una pastilla.
Lentamente llegó José Ángel a un costado de la cama, y apartó, con precaución religiosa, la manta del rostro de su madre. Efectivamente, se encontraba absorta en su sueño, tanto, que hasta abría la boca. Tenía los cabellos castaños alborotados; por su frente pasaban un par de arrugas; su nariz era un poco grande, pero, en general, se trataba de una mujer primorosa. El pequeño volvió a llamarla, esta vez con un tono más energético, e incluso sacudió aquellos hombros, pero se quedó en las mismas. Miraba a todas partes, como si le tuviera miedo a algo, o como si estuviera escapando de alguien. Sin más esperar, la extraña fuerza que lo había traído hasta ahora hacía que José Ángel se quitara la ropa, y se hallara completamente desnudo frente a su madre. Su miembro no medía más que un par de pulgadas, ni alcanzaba la anchura de un dedo meñique, pero ciertamente estaba erecto, y duro como la piedra.
—¿Mami? —susurró esta vez.
Su voz fue perdiendo energía. Extendió el brazo izquierdo, apartó un mechón de cabello de la frente experimentada que tenía delante, y terminó de despejarla con el brazo derecho. Al instante, sintió algo parecido a la electricidad subiendo por sus pies y llegando a sus corneas, y casi daba el brinco. Pero no. Silencio absoluto. Las ventanas de la sala habían quedado entreabiertas. Por la casa corría un vientecito de esos dignos de octubre; mes, por cierto, en que el padre del niño se ausentaba por diversos motivos. José Ángel había esperado tanto este momento, con tanto furor, que precisamente esta noche, en que tenía a su completa disposición el rostro de su progenitora, no sabía exactamente cómo empezar. Aunque no por eso las mejillas de doña Dolores dejaron de recibir el calor y el peso del cuerpo del más pequeño y mimado de sus hijos. José Ángel había empezado a frotar suavemente su pene a lo largo del rostro de su rostro. El pánico inicial desaparecía, y se iba apoderando de él el espíritu de la lujuria. Algo tenía la frente agrietada de ella, que hacía que su miembro se estremeciera y se quedara merodeando en la zona.
—Me gusta, mami, me gusta mucho tu linda carita… ¿A ti te gusta mi polla, no es así? Ahora abre la boca, que ahí va el avioncito.
En cada rincón de la casa retumbó un alarido:
—!Ay, mamita!
José Ángel lograba su cometido: su pene se encontraba dentro de la boca de una mujer, y se sentía inefablemente en las nubes.
—Mami, mami, mamá —repetía, y mientras lo hacía, se retorcía como gusano.
Por su parte, Doña Dolores ni se inmutó. Si no fuera porque todavía respiraba, cualquiera diría que estaba muerta. Y es que este sueño tan pesado fue el promotor de tan perverso plan de su hijo. Nada mejor había en el mundo, para él, que estar metiendo y sacando su pene del orificio por donde su madre ingería los alimentos sagrados, o le daba besitos de buenas noches. Se ponía de puntillas, arqueaba la espalda y volteaba los ojos, y la adrenalina corría junto a su sangre.
—¡Qué rica está tu boquita, mamá, y que calentita!
Con ambas manos cogió la nuca de doña Dolores, e hizo presión contra él. La cabeza de su madre ya ni tocaba la almohada, sino que levitaba, mientras su querubín, su pequeño angelito empapaba de su saliva su pene.
Habían trascurrido a lo mejor un par de minutos, pero su éxtasis era tal, que para él había pasado un año.
—¡Trágate… trágate toda mi polla, mamá, que sé que lo quieres!
¿Cómo, cómo era posible que de la boca de un niño de tan solo x años salieran semejantes palabras? Cómo sea, seguro, aquella actividad tan violenta no había surgido solamente de él.
—Zorra, Dolores, eres una zorra barata.
Pronto de la boca de la madre comenzó a emanar una especie de baba viscosa, que al niño se le figuró como la de un perro con rabia. Nada quedaba de aquel sigilo inicial. El sonido pegajoso que se producía al entrar y salir su pene, en lugar de asustarlo, más aceleraban su ritmo. No se dio cuenta en qué momento tuvo pegada la frente de su madre completamente a su ingle, y toda la felicidad de que estaba gozando salió disparada de su cuerpo, en forma de una sustancia muy blanca, abundante, nueva, asquerosa, escapando a chorros del mentón su madre, que tosió y abrió los ojos por fin, pues se estaba ahogando.
2 comentários - Dolores Wright