La idea surgió de Aarón, una tarde, entre besos robados, caricias, manoseos y susurros al oído. Al principio, me pareció una locura, una blasfemia incluso. Él, con su mirada intensa, me habló de un juego, un juego de roles, donde yo sería… otra persona. Una mujer completamente diferente a la que era en realidad. La idea me revolvió el estómago. Yo, una humilde testigo de Jehová, vestida siempre con modestia, interpretando el papel de una… prostituta. La sola idea me hacía sentir una profunda incomodidad. El temor a la transgresión, a la condena divina, me paralizaba. Pero Aarón, con su paciencia infinita y su persuasión sutil, fue desmoronando mis resistencias. Me habló de la excitación del riesgo, de la liberación de romper con las reglas, de la exploración de una faceta de mí misma que permanecía oculta, incluso para mí. Me pintó una imagen tan vívida, tan tentadora, que poco a poco la duda fue cediendo ante la curiosidad.
La logística del juego fue obra de él. Recuerdo la tarde en que regresó al carrito de folletos con una bolsa de papel. Dentro, un vestido blanco, que parecía hecho para resaltar cada curva de mi cuerpo. La tela, fina y suave, era casi transparente, vi el encaje negro de la ropa interior que también había comprado. Y los zapatos… tacones altísimos, negros y brillantes, que si verlos me hacían sentir insegura, pero al mismo tiempo, excitada. Era como si me estuviera preparando para un ritual, un rito de iniciación a un mundo desconocido, peligroso y fascinante.
Aarón lo planeó todo con meticulosidad. Escogió el parque, una esquina poco transitada, pero lo suficientemente visible. Me explicó mi papel, el cómo debía comportarme, la manera de rechazar a los hombres que se acercarían, siempre con la excusa de que ya tenía un cliente. Practiqué mis frases, mi mirada, mi postura, hasta que me sentí segura, aunque el miedo seguía latente, un zumbido constante en mi interior. Él sería mi cliente, el que me rescataría de esa situación incómoda, el que me llevaría a un lugar seguro, a un espacio de intimidad donde nuestro juego podría continuar, sin las miradas indiscretas, sin el peso del juicio externo. El juego, en su mente, era una escalada de la pasión, una forma de explorar nuestros límites, de trascender las barreras de nuestra vida cotidiana. Y yo, a pesar de mi temor, estaba dispuesta a jugar.
La licra fría del vestido rozó mi piel, una sensación completamente ajena a mi cotidianidad. Nunca antes había usado algo tan… revelador. El blanco puro del vestido, casi untado a mi cuerpo, contrastaba brutalmente con mis habituales faldas largas y blusas de manga larga. Sentía la licra fina como una segunda piel, demasiado corta, demasiado reveladora. Mis pechos, usualmente ocultos, se perfilaban con una audacia que me avergonzaba y excitaba al mismo tiempo. La tela, casi transparente, dejaba entrever el encaje negro de mi ropa interior y mis grandes pezones. Los tacones, altísimos y negros, me elevaban, haciendo que mis piernas, usualmente escondidas bajo faldas largas, se estiraran y se mostraran con una sensualidad que me era desconocida. El perfume, dulce y embriagador, que Aarón me había rociado, se mezclaba con el aroma a tierra húmeda del parque.
Me sentía expuesta, vulnerable, una extraña en mi propia piel. La esquina del parque, normalmente un lugar anónimo, ahora era un escenario. Los hombres que pasaban me miraban, algunos con descaro, otros con curiosidad. Sus miradas, pesadas y lascivas, se clavaban en mí como agujas. Sentía su deseo, su apetito, como una corriente eléctrica que me recorría la piel. Cada vez que uno se acercaba a preguntar cuánto cobraba, el miedo se mezclaba con una excitación peligrosa. Respondía con un frío “ya tengo cliente”, mi voz apenas un susurro, mientras sentía la tensión en mi cuerpo, una mezcla de terror y deseo. Un nudo de ansiedad se formaba en mi estómago. ¿Qué pasaría si uno de ellos insistiera? O ¿Si realmente aceptara una propuesta? La idea era aterradora, repugnante, pero al mismo tiempo, una punzada de curiosidad, de rebeldía, me recorría. Imaginaba el contacto físico, el olor a sudor y a alcohol, la crudeza de un encuentro anónimo y sin amor. La imagen me producía escalofríos, una mezcla de asco y una excitación enfermiza. Era una fantasía oscura, prohibida, que contrastaba violentamente con mi vida cotidiana. Pero estaba ahí, latente, una posibilidad real que me hacía sentir aún más expuesta, más vulnerable. En ese momento, la línea entre el juego y la realidad se volvía borrosa, y el miedo a cruzarla se mezclaba con la excitación de hacerlo.
El roce de sus miradas, el peso de su deseo, era casi tangible. Sentía el calor de sus cuerpos, el aroma de su sudor y colonia barata. La humedad del asfalto bajo mis pies, el sonido del tráfico lejano, todo se mezclaba en una sinfonía de sensaciones extrañas y abrumadoras. Cada rechazo era una victoria, una confirmación de que estaba jugando el juego, que estaba interpretando mi papel y que lo estaba haciendo bien.
Entonces lo vi. Aarón, con su cabello gris y sus ojos llenos de una lujuria contenida que solo yo conocía. Era un hombre mayor, un hombre de Dios, y sin embargo, en ese momento, era mi cliente. Su mirada, llena de deseo y complicidad, me tranquilizó. El miedo se disipó, reemplazado por una excitación que me dejaba sin aliento.
Al caminar a su lado, la textura de su mano en mi brazo, la firmeza de su agarre, me envió una descarga eléctrica. El olor a perfume amaderado, masculino y familiar, me reconfortó. El camino hasta su coche fue una eternidad, cada paso resonaba en mis oídos, cada mirada, cada susurro, era una promesa de placer. En el coche, el cuero suave bajo mis muslos, el calor de su cuerpo junto al mío, el suave roce de su mano en mi pierna… todo era una promesa de lo que estaba por venir. El motel, con su olor a lejía y a sexo ajeno, era solo el preludio de nuestro verdadero juego. Un juego prohibido, peligroso, pero irresistiblemente excitante.
La logística del juego fue obra de él. Recuerdo la tarde en que regresó al carrito de folletos con una bolsa de papel. Dentro, un vestido blanco, que parecía hecho para resaltar cada curva de mi cuerpo. La tela, fina y suave, era casi transparente, vi el encaje negro de la ropa interior que también había comprado. Y los zapatos… tacones altísimos, negros y brillantes, que si verlos me hacían sentir insegura, pero al mismo tiempo, excitada. Era como si me estuviera preparando para un ritual, un rito de iniciación a un mundo desconocido, peligroso y fascinante.
Aarón lo planeó todo con meticulosidad. Escogió el parque, una esquina poco transitada, pero lo suficientemente visible. Me explicó mi papel, el cómo debía comportarme, la manera de rechazar a los hombres que se acercarían, siempre con la excusa de que ya tenía un cliente. Practiqué mis frases, mi mirada, mi postura, hasta que me sentí segura, aunque el miedo seguía latente, un zumbido constante en mi interior. Él sería mi cliente, el que me rescataría de esa situación incómoda, el que me llevaría a un lugar seguro, a un espacio de intimidad donde nuestro juego podría continuar, sin las miradas indiscretas, sin el peso del juicio externo. El juego, en su mente, era una escalada de la pasión, una forma de explorar nuestros límites, de trascender las barreras de nuestra vida cotidiana. Y yo, a pesar de mi temor, estaba dispuesta a jugar.
La licra fría del vestido rozó mi piel, una sensación completamente ajena a mi cotidianidad. Nunca antes había usado algo tan… revelador. El blanco puro del vestido, casi untado a mi cuerpo, contrastaba brutalmente con mis habituales faldas largas y blusas de manga larga. Sentía la licra fina como una segunda piel, demasiado corta, demasiado reveladora. Mis pechos, usualmente ocultos, se perfilaban con una audacia que me avergonzaba y excitaba al mismo tiempo. La tela, casi transparente, dejaba entrever el encaje negro de mi ropa interior y mis grandes pezones. Los tacones, altísimos y negros, me elevaban, haciendo que mis piernas, usualmente escondidas bajo faldas largas, se estiraran y se mostraran con una sensualidad que me era desconocida. El perfume, dulce y embriagador, que Aarón me había rociado, se mezclaba con el aroma a tierra húmeda del parque.
Me sentía expuesta, vulnerable, una extraña en mi propia piel. La esquina del parque, normalmente un lugar anónimo, ahora era un escenario. Los hombres que pasaban me miraban, algunos con descaro, otros con curiosidad. Sus miradas, pesadas y lascivas, se clavaban en mí como agujas. Sentía su deseo, su apetito, como una corriente eléctrica que me recorría la piel. Cada vez que uno se acercaba a preguntar cuánto cobraba, el miedo se mezclaba con una excitación peligrosa. Respondía con un frío “ya tengo cliente”, mi voz apenas un susurro, mientras sentía la tensión en mi cuerpo, una mezcla de terror y deseo. Un nudo de ansiedad se formaba en mi estómago. ¿Qué pasaría si uno de ellos insistiera? O ¿Si realmente aceptara una propuesta? La idea era aterradora, repugnante, pero al mismo tiempo, una punzada de curiosidad, de rebeldía, me recorría. Imaginaba el contacto físico, el olor a sudor y a alcohol, la crudeza de un encuentro anónimo y sin amor. La imagen me producía escalofríos, una mezcla de asco y una excitación enfermiza. Era una fantasía oscura, prohibida, que contrastaba violentamente con mi vida cotidiana. Pero estaba ahí, latente, una posibilidad real que me hacía sentir aún más expuesta, más vulnerable. En ese momento, la línea entre el juego y la realidad se volvía borrosa, y el miedo a cruzarla se mezclaba con la excitación de hacerlo.
El roce de sus miradas, el peso de su deseo, era casi tangible. Sentía el calor de sus cuerpos, el aroma de su sudor y colonia barata. La humedad del asfalto bajo mis pies, el sonido del tráfico lejano, todo se mezclaba en una sinfonía de sensaciones extrañas y abrumadoras. Cada rechazo era una victoria, una confirmación de que estaba jugando el juego, que estaba interpretando mi papel y que lo estaba haciendo bien.
Entonces lo vi. Aarón, con su cabello gris y sus ojos llenos de una lujuria contenida que solo yo conocía. Era un hombre mayor, un hombre de Dios, y sin embargo, en ese momento, era mi cliente. Su mirada, llena de deseo y complicidad, me tranquilizó. El miedo se disipó, reemplazado por una excitación que me dejaba sin aliento.
Al caminar a su lado, la textura de su mano en mi brazo, la firmeza de su agarre, me envió una descarga eléctrica. El olor a perfume amaderado, masculino y familiar, me reconfortó. El camino hasta su coche fue una eternidad, cada paso resonaba en mis oídos, cada mirada, cada susurro, era una promesa de placer. En el coche, el cuero suave bajo mis muslos, el calor de su cuerpo junto al mío, el suave roce de su mano en mi pierna… todo era una promesa de lo que estaba por venir. El motel, con su olor a lejía y a sexo ajeno, era solo el preludio de nuestro verdadero juego. Un juego prohibido, peligroso, pero irresistiblemente excitante.
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